El 19 de marzo de 1928 (día de San José, patrono de Mérida) hace 92 años, el general Juan Vicente Gómez, presidente de la República, decretó medidas para hacer de la Universidad de los Andes un centro de enseñanza como “los mejores de esa naturaleza”. La resolución permitió la conversión de lo que era una pequeña institución  en una universidad moderna, que décadas después figuró entre las mejores de América Latina, y abrió posibilidades de formación a miles de jóvenes de todo el país. Tuvo otros efectos: impulsó el desarrollo de la ciudad que le sirve de sede y de la región. La decisión del dictador, reflejo de una época oscura, extraña y sorprende a muchos.

Los regímenes de fuerza son contrarios a las actividades intelectuales (manifestaciones del pensamiento) y, en general, a las que tienen por objeto la superación del ser humano – persona de cuerpo y espíritu – que tiende a la trascendencia. Aún en nuestra época es fácil comprobar que tales regímenes (de cualquier fundamento ideológico) fracasan en ofrecer bienestar a la población y frenan el progreso y desarrollo de los países que los sufren. Se debe a que impiden el ejercicio de la libertad (y por tanto de la creatividad) de individuos y comunidades y, en consecuencia, de su participación en el esfuerzo colectivo. En Europa el nazi-fascismo provocó la vuelta a la barbarie y allí, como en otras partes, el “socialismo real” causó graves atrasos en la evolución de sociedades preparadas para el desarrollo. En América Latina, como en África, dictaduras antiguas y modernas, no han permitido superar la ignorancia, la pobreza y el subdesarrollo.

Después de 1913 el régimen de Juan Vicente Gómez, para permanecer en el poder, desconoció la Constitución y las leyes y para responder a los reclamos de los ciudadanos, estableció un sistema policial, que con los años se hizo brutal y primitivo. Miles de venezolanos huyeron al exilio o fueron encarcelados. Cientos murieron en prisión. En realidad, se suprimieron los derechos y libertades; y no solamente los que reconocían la participación política, sino también los de carácter social o económico. La propiedad no estaba garantizada, porque los hombres del poder ambicionaban riquezas (de origen público o privado). Breves fueron los paréntesis de libertad. Se justificaron aquellas limitaciones en el deber de mantener la paz y el orden, en un país levantisco asolado por casi cien años de guerras civiles. Los pensadores positivistas encontraron explicación a la aceptación de la dictadura en la necesidad permanente de un gendarme.

El fin de las guerras civiles (1903), que trajo la recuperación de las actividades productivas, y la aparición del petróleo (1914), que dotó al Estado de importantes recursos financieros, permitieron al gobierno emprender el establecimiento de servicios esenciales (como los de educación, salud, salubridad), así como la construcción de algunas obras necesarias para el progreso económico (carreteras, electricidad). Entre aquellos programas estuvo el de la creación de las escuelas graduadas (1909) y de los liceos (1916). En 1917 se abrió el de Mérida. Para 1927 tenía 73 alumnos. Era su director el también rector Gonzalo Bernal (1921 a 1931), quien le prestaba atención especial, aunque se ocupaba sobre todo de ampliar la edificación de la universidad. Por acciones como esas algunos autores (como Yolanda Segnini) señalan que al lado de las sombras hubo también “luces” durante el gomecismo.

Tal vez la iniciativa de mayor trascendencia haya sido la de ampliar las actividades de la Universidad de Mérida. Tras adquirir notable prestigio durante la segunda mitad del siglo XIX había entrado en decadencia por la animadversión de Guzmán Blanco (le arrebató autonomía y bienes) y Cipriano Castro (limitó sus estudios). Poco éxito tuvieron los esfuerzos para mejorar la situación. Para 1927 estaba reducida a las Escuelas de Jurisprudencia y de Farmacia (de funcionamiento irregular), con apenas 17 alumnos y 6 profesores. Todo cambió cuando el 19 de marzo de 1928 el presidente Juan Vicente Gómez dictó un decreto que disponía: “Procédase a construir en la ciudad de Mérida los edificios que sean necesarios para que funcione en ellos la Universidad de los Andes y provéase a ésta de todos los elementos requeridos a fin de que puedan tener actividad todas las Escuelas de Instrucción Superior y darse en ellas la enseñanza tal como se da en los mejores centros docentes de esta naturaleza”.

El decreto mencionado más que el inicio de un programa referido al sistema de educación superior, fue resultado de circunstancias particulares y concretas. En efecto, un mes antes, como consecuencias de los sucesos de la semana del estudiante en Caracas, el gobierno ordenó el cierre de la Universidad Central,  lo que le obligaba a ofrecer alternativas en otros institutos. Al mismo tiempo, algunos antiguos alumnos de la Universidad de Mérida (como Abel Santos) ocupaban posiciones de importancia y eran muy cercanos al dictador. Fueron ellos los que le propusieron convertir a la Universidad de Mérida en un centro de alto nivel. Gómez, por su parte, guardaba buen recuerdo de la ciudad. Algunos de sus académicos, con buen ojo, le habían dispensado trato deferente cuando pasó en 1899. A su tiempo los recompensó con creces: Caracciolo Parra Picón fue vicepresidente (1915 a 1922) y su hermano Ramón, médico, rector (1909 a 1917).

A mediados de febrero de 1928 Gómez convocó al doctor Santos a su despacho: quería oír su opinión sobre los sucesos mencionados y solicitarle consejo sobre su “idea de hacer” de la de Mérida, una universidad moderna y completa, aunque pequeña, de modo que atrajera a la juventud de todas partes. No le reveló el origen del proyecto: le pidió analizarlo y presentarle un informe. Santos le remitió un escrito de cuatro páginas el 9 de marzo siguiente. Le recomendaba adoptar el modelo de las pequeñas universidades “latinas” (Lausana o Estrasburgo), modernas, de estudios serios, con capacidad para 500 alumnos. Se requería un edificio apropiado (con un pequeño hospital) y la contratación de profesores (“en Alemania e Italia los conseguiríamos baratos”), mientras se formaban los propios. Terminaba con un ruego: “General, no deje morir esta idea, es de una trascendencia muy grande”.

Juan Vicente Gómez ordenó al ministro de Instrucción Pública, Rubén González (salido de las aulas merideñas) proceder conforme a las recomendaciones del informe. Se preparó el decreto que firmó el Presidente y refrendaron los ministros González y José Ignacio Cárdenas de Obras Públicas. El mismo González asumió su ejecución con la colaboración del rector Bernal. Sin esperar la construcción de las obras (que se adelantaron después), se acordó abrir los cursos existentes de Jurisprudencia y Farmacia y los nuevos de Medicina y Dentistería (a los que se agregarían los de Ingeniería en 1932) en septiembre siguiente. Asimismo, se adquirieron en Alemania los equipos necesarios para los nuevos gabinetes y laboratorios (que comenzaron a llegar el mes señalado).

Las consecuencias fueron de enorme trascendencia. La universidad dejó de ser una pequeña institución de la ciudad para convertirse en el centro de formación intelectual y profesional más importante del interior de Venezuela. Pasó a ser una Universidad moderna: dedicada hasta entonces casi exclusivamente a las ciencias humanísticas, fundamentalmente especulativas,  se convirtió en una referencia científica, pues pronto se iniciaron los trabajos en los primeros laboratorios de investigación. Como resultado el número de sus estudiantes se multiplicó: de 17 alumnos en 1927-1928 recibió 110 en septiembre de 1928 con 17 profesores. Para diciembre de 1935, cuando murió el Benemérito, ya eran 290 alumnos y 34 profesores.

La expansión de la universidad, ocurrida al mismo tiempo que la migración campesina, produjo la transformación de la ciudad. Los recién llegados requerían servicios. Surgieron nuevos negocios y ocupaciones, como las pensiones para estudiantes. Por iniciativa particular se construyó un moderno hospital. La pequeña urbe empezó a crecer, pues se necesitaban viviendas. Aparecieron otros barrios. El número de habitantes pasó de apenas 5.915 en 1926 a 12.006 en 1936. Para entonces estaban muy avanzadas las obras del nuevo edificio universitario (proyecto de Luis Chataing). También Mérida cambió social y espiritualmente. Con las gentes (algunas del exterior) llegaron otras costumbres, actividades (como el fútbol) e ideas. Ya se hacían sentir cuando terminó el siglo XIX venezolano, el año (1935) durante el cual los merideños conquistaron el pico Bolívar.

Contrasta la actitud del viejo dictador, arquetipo de los de su tiempo, tenido erróneamente como iletrado, con la de los gobernantes de nuestros días. Mientras aquel, salido de una montonera, dio muestra de preocupación por la educación de la juventud, los de ahora – que se dicen seguidores de una doctrina moderna – intentan someter a las altas casas de estudio privándoles de recursos para funcionar. La universidad supo reconocer la protección que recibió de Juan Vicente Gómez, cuyo retrato colocó en salón principal, y a quien declaró “bienhechor”, lo que hizo constar (1935) en lápida de mármol. Pero, también ha sabido reclamar la conducta de quienes han pretendido su desaparición.

Nota: para una mayor información sobre esta historia, véase el trabajo del autor “Trascendencia en Mérida del Decreto del Gral. Juan V. Gómez del 19 de Marzo de 1928” en: Boletín del Archivo Histórico de la Universidad de los Andes, N° 15, 2010.

 


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