La poesía genuina, auténtica; la poesía sin adjetivos, nos elige y toma posesión de nosotros. Tal vez esa “elección” ya estaba inscrita en el origen mismo de nuestros primeros balbuceos (intentos) por nombrar las cosas que nacieron con nosotros. Esa elección se expresa en forma de latido, de estremecimiento, de temblor ontológico que a su vez origina una entusiasmo instintivo por aquello que es nombrado en nuestros primeros nexos lingüísticos que establecemos en esa deriva cósmica y existencial que vamos siendo en el devenir-ser que nos nombra cuando nombramos lo (im)posible.

Es por el lenguaje que recordamos nuestra estirpe; es por la corriente de nuestra lengua materna, en primer término, y las lenguas adoptivas en segundo, que evadimos el olvido para poder recuperar la capacidad de asombro que nos distingue del resto de la zoología. El ser humano es un zoom poeticus porque edifica otro mundo aquí abajo para soportar la acechanzas irreales de un mundo que nos trasciende, que siempre estará más allá de nuestras posibilidades intelectivas o de aprehensión sensible por la imago como gustaba llamar José Lezama Lima a la imagen poética.

Hago esta reflexión a propósito de los poemas que el lector tiene entre sus manos. Julieta León (Caracas, 1949) es una chispa de esos incendios magnánimos que abrasan la conciencia volviendo cenizas las certezas que vamos atesorando a lo largo de toda una vida de lecturas y vivencias artísticas, culturales y estéticas. Este poemario, crípticamente titulado “Eterna Sed” contiene en sus primeras capas de lectura varias lecturas temáticas pero simultáneamente es fiel a una práctica transhumana. Aquí en este libro habita el metántropo, es decir ese modelo de individuo que todos aspiramos ser en lo más íntimo de nuestros escondrijos psíquicos.

Estos poemas están hechos de olvido y por ello emerge con tanta fuerza nemotécnica, desde el fondo insondable de sus simas sígnicas, una propuesta lírica llena de perplejidades y de asombros imaginísticos. En la poesía de Julieta León el recuerdo y el olvido son una inextricable unidad que amoneda su contradicción y complemento: simultáneamente. La imaginación poética de esta escritora desborda los límites que nos son dados conocer-soportar en nuestras vidas por el establecimiento cultural rige nuestros hábitos de pensamiento.

Son tétricas postales que emergen de los abismos incognoscibles de nuestro más preciado sedimento civilizatorio. Versos que llegan a nosotros por virtud de una voz transfigurada en el sujeto lírico que estalla ante nuestros ojos de lectores con una sobreabundancia de imágenes fraguadas en la Edad Media y “traídas” hasta nosotros gracias a la solvencia inusual de la sintaxis poética que exhibe esta singular poeta.

También el lector advertirá en estos textos poéticos una delicada y muchas veces imperceptible ironía que sólo puede atribuírsele a la vasta formación humanística de la escritora. En el poema convive magistralmente el aforismo descarnado y fulminante. Así podemos leer:

“vivir es adaptarse”. O este otro lapidario aforismo:

“estudien en las noches

(…)

está el futuro”

Un cauto escepticismo atraviesa muchas páginas de este libro y no pocas veces el lector siente que su autora es dueña de un vastísimo caudal de sabiduría que asombra y deja estupefacto a quienes se dejan tocar por este torrente mágico de verbo creador.

Leer esta poesía es no olvidar que la vida es conflicto; que la relación micro-macro-cósmica esta constitutivamente fundada en la tensión perenne y que su naturaleza es por definición irresoluble. Estos poemas recuperan la inocencia perdida del ser y profiere un espacio, una interdicción verbalizada donde es posible reconciliar al hombre con su semejante; sólo a condición de que él mismo sea su alimento. Impetuosa y cándida, reflexiva y emotiva; de extática serenidad enunciativa pero paradojalmente de paroxística proposición temática es esta poesía que nos entrega Julieta León en este jubiloso canto de vampiros.


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