Debo comenzar diciendo que en esa época de intensa y febril actividad sexual la ínsula fluvial no conocía el flagelo del sida; las fulanas cuyas edades oscilaban entre 18 y 50 años eran sometidas a rigurosos controles y despistajes de enfermedades de transmisión sexual por parte del servicio sanitario de epidemiología del Hospital Central de  la Isla Fluvial: mensualmente llegaban a los dos lenocinios un nutrido equipo de enfermeras comandadas por un epidemiólogo a revisar minuciosamente a cada una de las trabajadoras sexuales a fin de garantizar que ninguna se convirtiera en portadora de alguna enfermedad venérea.

El terror de los visitantes no asiduos a ambos prostíbulos consistía  en “pescar” una gonorrea. Al contrario de quienes éramos asiduos visitantes de esas arcadias de la carne y el deseo; pues conocíamos bien a cada hetaira; desde las más jovencitas provenientes de la vecina república cooperativa de Guyana y de Trinidad y Tobago. Eran las más apetecidas por los clientes cincuentones; no obstante, siempre se dejaban colar entre los clientes llamados “de la casa” algunos ocasionales visitantes que se dejaban impresionar por los contorneos pubo-coxígeos que exhibían las cuarentonas en la sala de baile cuando desde la rocola emanaba un ritmo de lambada o un calipso en tiempos de Carnaval… El único día libre era el domingo, pero nuestros preciosos y deseados animales de la pasión se las arreglaban para turnarse a fin de “rebuscarse” un dinero extra.

Entonces, de la amplia camada de ambos “paraísos del deseo carnal” tres de ellas hacían una especie de guardia en Mi Capricho e igual número de ellas hacían otro tanto en La Estrella, de modo que siempre había disponibilidad para saciar el pájaro insaciable… Nunca había vacaciones, de hecho.

Recuerdo que en ocasiones especiales con el pretexto de celebrar el cumpleaños de alguna de las fulanas apagaban el anuncio luminoso que colgaba en la entrada de la carretera nacional, lo cual indicaba que los bares estaban “cerrados al público” cuando en realidad estaban “alquilados” exclusivamente al gobernador o al alcalde con sus comitivas, que siempre eran numéricamente considerables. Cuando ello ocurría, las francachelas y el bululú que alcanzaba cimas que en nada envidiaban a Sodoma y Gomorra, las festividades falo-vaginales se extendían hasta por tres días. Las bacanales en ambas casas de citas dejaban las partidas de las arcas de la gobernación y de la alcaldía exhaustas; de los vehículos oficiales que acompañaban a las autoridades regionales y municipales salían cajas de cervezas de lata y paletas de costillas de res que sobraban de los festines del largo weekend de las estrellas caprichosas.

Fueron los días más arduos e intensos que viví en Isla Fluvial. Era indiferente si me quedaba a dormir en Mi Capricho o si lo hacía en La Estrella, pues en ambas me trataban a cuerpo de rey y estaba prohibido cobrarme un solo bolívar en medio de las cotidianas borracheras que me mandaba cada vez que me “exiliaba voluntariamente” en el voraz e insaciable país del deseo. Los nombres y apellidos de pila de las reinas y princesas de las noches de transgresión e infracción de la morigeración de los sentidos brillaban por su ausencia. Si acaso, cuando alguien interpelaba a alguna de ellas por la prestación de sus servicios, apenas si se escuchaba y apodo: la Leona, la Paloma, la Negra, Juana, la Caleña, Mimí, eran los nombres que se mencionaban más en el  fragor de la rumba que se prendía desde comienzos de la tarde de los viernes en Mi Capricho. Rubí, la matrona, era una vejucona de unos 50 años que lideraba la manada que integraba el rebaño de La Estrella; le decían así porque infundía respeto entre el nutrido grupo del bar, que entre ellas –solo entre ellas– le decían “la competencia”. Era simplemente un decir, porque la camaradería y el espíritu de unión y fraterna cooperación mutua que reinaba en esos sórdidos bajos fondos de la sociedad periférica de Isla Fluvial era lo más parecido a comuna anárquica; bar adentro, en las profundidades anatomo-fisiológicas del burdel al margen de la presencia de clientes y extraños, el clima psicológico que se respiraba en esa navis stultisfera era el más parecido al de una auténtica cofradía que unía a sus miembros voluntarios con una secreta e invisible cinta de irrompible unión. Era como si el sexo fuera tan solo un accidente en las vidas ajadas y trasnochadas de esas existencias prematuramente birladas por las monedas que todo lo pretenden comprar y trocar en su contrario…


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