Desde que se ejecutan desfiles conmemorativos a la batalla de Carabobo, la lectura que hace el maestro de ceremonias del parte que hace el Libertador Simón Bolívar de los resultados de esta, al vicepresidente de la Nueva Granada, está tatuada en la memoria de la nacionalidad. Especialmente este párrafo que hace honor al centauro de los llanos: «La conducta del general Páez en la última y en la más gloriosa victoria de Colombia lo ha hecho acreedor al último rango en la milicia, y yo, en nombre del Congreso, le he ofrecido en el campo de batalla el empleo de general en jefe de ejército».

Cuando hay guerra, los ascensos se bregan en el campo de batalla. La capacidad, el valor y los resultados del cargo le van construyendo el mérito al oficial durante las batallas, los combates y los encuentros de la conflagración. En la punta del sable, en la diana del lanzazo, en el corte certero del golpe de culata, de revés y tajo en la esgrima a la bayoneta, en la alineación de los aparatos de puntería del fusil causando bajas al enemigo, en la pericia que se desarrolla en los mandos de la aeronave en una misión de caza o bombardeo, o frente al timón del navío en pleno zafarrancho de combate. Nadie debe estar descubriendo a estas alturas de la civilización que los militares nacen, crecen, se desarrollan, y mueren por y para la guerra. En torno a eso se organizan en la sociedad, se estructuran los roles de todos sus miembros para cumplir las funciones asignadas en el documento fundamental que les regula sus actuaciones de seguridad y defensa: la Constitución Nacional. Así viven en los cuarteles y construyen el trazo esencial que los va identificando con una época, con una vida republicana y con una referencia de cara al futuro de la nación que defienden. Así exteriorizan para los ciudadanos su formalidad y su referencia. Así se idealizan como institución. Así son la institución.

La guerra es la prueba de fuego, una verdadera prueba, sobre la necesidad de permanecer los militares en la vida de una nación. Y la estrella de toda la institucionalidad es la jerarquía y a esta se llega por el ascenso. Esa es la clave de una organización que funciona en sus engranajes funcionales desde arriba hasta abajo. Desde el grado más alto en la cima, hasta el más bajo en la base. Desde el general hasta el soldado raso.

En las dos primeras etapas de la institucionalidad militar, la del ejército libertador y la del paecista después de 1830, los ascensos se alcanzaban después de una carga de caballería, una avanzada al machete, desde una afilada espada o una lanza, o haciendo apreciaciones de la situación de conducción para tomar decisiones que condujeran a la victoria, en pleno fragor del combate. Después de la Guerra Federal, a partir de 1863, las guerrillas dispersas en todo el territorio nacional, que surgían de los hatos a lomo de los caballos que servían originalmente para pastorear el ganado y se transformaban en vanguardias operativas que cubrieron buena parte de la historia hasta 1899 bajo la influencia del autócrata civilizador, el general Guzmán Blanco, el proceso para los ascensos empezó a cambiar. Las plazas se cubrían de dos maneras, la primordial era en combate esporádicamente, con olor a pólvora y en rastros de sangre y lo hacia el general o coronel dueño del hato y comandante de la guerrilla; la segunda, en época de paz, la ilustraba muy bien el poeta Andrés Eloy Blanco en uno de sus tantos escritos, y la reseñaba así: para ser coronel en esa dura etapa de guerra civil post contienda federal, había que jugar el gallo contra el de un general, automáticamente eso te hacia coronel y si tu gallo ganaba, ya te habías ganado el grado de general. El campo de batalla mutaba en la paz en la gallera de algún hato en el interior.

Después de la pacificación de la nación iniciada con los resultados de la batalla de Ciudad Bolívar el 19 de julio de 1903 y con el desarrollo del período institucional militar más importante que han tenido las fuerzas armadas nacionales con el general Juan Vicente Gómez, los ascensos empezaron a pelearse en la comodidad de la cercanía con el poder y en la paz de los recintos académicos. Empezó a aparecer la lucha entre los chopos de piedra que cruzaron el rio Táchira en 1899 acompañando al general Cipriano Castro y al general Juan Vicente Gómez, y los egresados de la nueva Academia Militar y Naval, y pupilos del coronel Samuel MacGill. Eso tuvo un desenlace institucional profundo a partir del 18 de octubre de 1945 y es una historia más conocida. La etapa perezjimenista y los 40 años de democracia empezaron a resaltar el mérito atesorado profesionalmente por la vía de la regla, y excepcionalmente la gallera imponía la cuota correspondiente que aparejaba lealtades. Lo ratifico, por la vía de la excepción.

La pirámide de la jerarquía mantuvo su vértice puyudo y afilado, contrastando con la base hasta 1998. Después, la revolución bolivariana hizo del mérito, de la plaza vacante y el escalafón, el redondel de la gallera política de cualquier fiesta patronal. Y la estrella de toda institucionalidad militar, la jerarquía, salió de los cuarteles y reparticiones castrenses a ejercer en la avenida Libertador, bombillito rojo por delante. Hoy la pirámide de las jerarquías es un rectángulo.

La jerarquía apareja un empleo y en algún momento una jerarquía incomoda sobremanera. Un grado dificultoso, en algún momento, obligaba políticamente al gobierno de turno a dejar sin empleo y enviar a su casa un general o un almirante, o lo asignaba a esos destinos militares que califican como jarrones chinos. En la etapa democrática, el secretario del Consejo de Defensa Nacional, el inspector general de las fuerzas armadas nacionales, el jefe del Estado Mayor Conjunto y el agregado militar en Washington eran los comodines más emblemáticos de un comandante en jefe cuando un general o almirante estorbaba al gobierno.

Voy a insertar acá una digresión no tan digresión. En julio de 1989, al presidente Carlos Andrés Pérez le correspondió designar su primer Alto Mando Militar en su segundo mandato. Además de las designaciones que hizo, tenía como opciones adicionales la ratificación del general de división Ítalo del Valle Alliegro en el Ministerio de la Defensa o investir al general de división José María Troconis Peraza, ambos del Ejército. En el tiempo, la historia política del país ha demostrado que ha debido privar la fortaleza de la ratificación de ambos generales o promover al ministerio al general Troconis, por encima de la confianza. La institucionalidad y la jerarquía de dos generales victoriosos, uno contra el enemigo interno (el Caracazo de 1989) y otro contra el enemigo externo (la incursión de la ARC Caldas al golfo de Venezuela en agosto de 1987) ha debido imponerse al notable sayonato político y militar de ese entonces que conspiraba para cambiar el orden político. Se entra en el campo muy válido de la ucronía para señalar que nada de los eventos ocurridos a partir del famoso paseo de los tanques el 26 de octubre de 1988, la detención de los segundos comandantes de batallón en noviembre de 1989, el 4F y el 27N, se hubieran desarrollado como conjura con tanta amplitud, si aquella decisión de julio de 1989 hubiera respetado la institucionalidad y la jerarquía derivada. Y entonces, cuando uno se recrea desde aquellos polvos de hace 30 años y chapotea en estos barros revolucionarios, le es inevitable recordar al maestro de ceremonias en Carabobo leyendo “…y yo, en nombre del Congreso, le he ofrecido en el campo de batalla el empleo de general en jefe de ejército”. Definitivamente la jerarquía es la estrella de la institucionalidad, pero… a veces el ruedo de la gallera se impone. Cierro la digresión no tan digresión.

Estos últimos 22 años de vida política en el país, en plena etapa de la institucionalidad militar bajo la sombra del teniente coronel Hugo Chávez, la jerarquía de los uniformados ha pasado a ser la chacota de la sociedad civil desde los tiempos del general en jefe Lucas Rincón Romero, el primero de los designados en los tiempos revolucionarios. El respeto, la admiración y la majestad de la jerarquía militar tienen puntos muy bajos ante quienes dicen defender.

En la paz, los militares se preparan para la guerra. Es un lugar común al que apelan legos y expertos con el latinazo del si vis pacem, parabellum. Y es precisamente en la paz, donde los extravíos tratan de arrinconar y hasta destruir todo el legado institucional de las fuerzas armadas. Especialmente el ascenso.

La jerarquía continuará siendo la estrella de la institucionalidad militar a pesar del ambiente de gallera de estos tiempos revolucionarios. Cuando se genere en Venezuela un cambio político, la visualización del grado militar en las mangas, en el hombro o en el pecho, con las jinetas, las estrellas, o los soles, la autoridad en los nuevos campos de batalla democráticos y constitucionales, será una exteriorización de la auctoritas histórica de nuestros cuarteles.

Y en ese cambio político en Venezuela, la estrella de la institucionalidad militar, la jerarquía, tendrá un rol de primera magnitud. Como siempre.


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