En marzo de 2020 el primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed, dio la siguiente declaración al Financial Times: “Los países africanos (…) carecen de medios para hacer intervenciones significativas. Sin embargo, si el virus no es derrotado en África, el mismo sólo se recuperará en el resto del mundo. (…) La estrategia para abordar el costo humano y económico de este flagelo mundial debe ser global en diseño y aplicación».

Las premisas señaladas por Ahmed bien pudieran extrapolarse a América Latina y a buena parte de Asia, donde el tema de la pobreza sigue siendo un elemento determinante en la vida de diversas sociedades. A estas alturas todavía no se ha visto la profundidad de los efectos que el coronavirus traerá al mundo. Se comienzan a observar algunos efectos, es cierto, pero nos atrevemos a señalar que los mismos son solo la superficie de aspectos mucho más complejos. Esta premisa es especialmente relevante para los países más pobres que no tienen instituciones, infraestructura y recursos para atender una crisis de esta magnitud.

La Organización de las Naciones Unidas ha establecido en su agenda para el desarrollo sostenible del año 2030 las famosas cinco “Ps” como factor relevante de su agenda: personas, planeta, prosperidad y partnership (alianzas). Como bien señala Stefano Manservisi en un papel de trabajo para el Istituto Affari Internazionali (IAI), a la agenda de la ONU se le debe agregar una nueva “P” en el listado: la de pandemia. De acuerdo con Manservisi, la “P” de pandemia pasa a estar de primera en la lista, y a diferencia de sus predecesoras poco tiene de abstracta, porque en los meses que lleva en el mundo bastantes estragos ha causado y una marcada estela dejará en los océanos que surcan la historia de la humanidad.

El mundo político y, concretamente, el geopolítico, parece no estar entendiendo la dimensión de los cambios que deberá enfrentar. Las grandes potencias, al final del día, están centradas en contener la pandemia en sus propios territorios antes que atender las necesidades de los países más pobres. Bajo cierta lógica, la premisa es válida. Ante todo los gobernantes se deben a sus electores, y difícilmente tendrá sentido abocarse a ayudar a terceros si primero no se puede traer el pan a casa y a los suyos. Extrapolando el coloquialismo, cada país tiene como prioridad que haya comida en su huerto y empleo en sus calles, sin olvidar el problema de salud pública que implica la contención del temido coronavirus.

Los ejemplos sobran. Tómese como referencia las medidas que ha tomado el Banco Central Europeo. A los fines de intentar paliar la pandemia anunció la creación de un plan denominado “Pandemic Emergency Purchase Programme” (PEPP), con el cual, entre otras cosas, se pretenden comprar diversos activos tanto del sector público como del sector privado. Inicialmente, se estima que el monto del PEPP abarcará la suma de 750 mil millones de euros. El programa ha sido recibido con sabor agridulce. No en balde el presidente del Bundesbank (banca central alemana), Jens Weidman, alertó que el programa PEPP debe ser “flexible” y tener “límites claros para que el instituto emisor no exceda su mandato”. Weidman sabe de lo que habla. Bastante sufrió Alemania con la hiperinflación de la República de Weimar a principios de la década de 1920, y no es desacertado afirmar que el modelo del Banco Central Europeo, sus límites en cuanto a la expansión de la política monetaria, se deben al káiser financiero que encarna el Bundesbank.

El caso de Estados Unidos es aún más complejo. Hasta la fecha, la Reserva Federal, principal autoridad monetaria estadounidense, ha emitido un estímulo de 2.3 trillones (billones en español) de dólares estadounidenses, con el objeto de proveer préstamos a familias, trabajadores, mercados financieros y, por supuesto, al gobierno federal y a las autoridades de cada localidad. El propio presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, ha declarado lo siguiente: «Estamos desplegando estos poderes de préstamo en una medida sin precedentes [y] … continuaremos usando estos poderes con fuerza, proactividad y agresividad hasta que estemos seguros de que estamos sólidamente en el camino hacia la recuperación».

Nadie sabe a ciencia cierta cuándo se podrá constatar esa recuperación de la que habla Powell. Medios especializados en temas financieros como CNBC señalan que en adición al paquete de estímulos, los recortes a las tasas de interés aunados a programas de crédito y préstamo podrían inyectar más de 6 trillones de dólares a la economía.

Las cifras deben verse en contexto. Como destaca el analista financiero Barry Ritholtz, se estima que la Segunda Guerra Mundial le costó a EE.UU. unos 288 billones de dólares, que llevados a dólares de 2009, equivaldrían a 3.6 trillones de dólares. Todo en la nomenclatura estadounidense. Ello implicaría que, hasta ahora, el gasto de EE.UU. para medianamente intentar enderezar su golpeada economía a raíz del coronavirus con mucha probabilidad logrará duplicar -o incluso más- la cantidad de dinero invertido por la potencia americana en el conflicto bélico más grande del siglo pasado. Algunas cifras adicionales: el famoso Plan Marshall, llevado a dólares de 2009, costaría 115.3 mil millones de dólares. Y el New Deal, según estimaciones, unos 500 mil millones de dólares. De forma tal que el coronavirus no tiene precedentes.

Sin embargo, ¿qué tanto de ese dinero logrará permear en las economías emergentes? Es una pregunta imperativa. A diferencia de otros fenómenos, el coronavirus tiene el riesgo de contagiarse, de propagarse con facilidad, aspecto que lo diferencia de una guerra, un conflicto étnico, o la existencia de un gobierno de carácter totalitario, fenómenos éstos que si bien tienen incidencia fuera de las fronteras y territorios de los Estados en los que se producen, no pueden transmitirse como un fenómeno biológico, aunque no falte quien diga que la divulgación social de dichas expresiones pueda tener un impacto semejante. De este modo, salvo que cada Estado decida vivir en máxima cerrazón y autarquía, el contacto humano existirá y los emigrantes de países pobres contagiados siempre correrán el riesgo de traer consigo la enfermedad hasta tanto no se halle una cura masiva para la enfermedad.

Es por esta razón que compartimos el criterio de Manservisi llegado el momento de comparar el coronavirus con una embarcación: “Los ricos y los pobres están en el mismo bote y mudarse a diferentes camarotes no hará la diferencia”, señala el analista italiano.  No es casual que la agencia de refugiados de la ONU indicase que para fines de 2019 había cerca de 80 millones de personas sujetas a desplazamientos forzados. Es la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial.

¿Por qué la gente huye de su país de origen? Es un tema largo, denso y complejo. Lo cierto es que como bien plantea el psicólogo de la Universidad de Harvard, Steven Pinker, los seres humanos votan con su pies. Y pocas cosas hay tan poderosas como la decisión inaplazable de tener que huir de la patria. En muchos casos, el escape obedece a la falta de libertad, a la ausencia de condiciones dignas de vida, al cerco perpetuo, repetitivo y lacerante de la pobreza. Se huye de la prédica y praxis que tantos sistemas totalitarios han sembrado a lo largo del planeta, y se busca abrazar precisamente aquello de lo que se carece en la propia tierra: democracia, inclusión, respeto, derechos, un campo fértil en el cual germinar la vida.

Quien ha vivido el oprobio de la opresión entiende el valor de todas estas cosas, de todas estas expresiones que durante centurias tanto le ha costado conquistar a la civilización occidental. De allí que sea inconcebible para los votantes de los pies con ansias de libertad que en localidades como Gelsenkirchen en Alemania un pequeño partido marxista decida erigir una estatua de Vladimir Lenin. ¿Sabrán lo que ello significa, lo que implica y simboliza?

Los gobiernos del mundo civilizado no pueden descuidar lo que pasa en el resto del planeta, especialmente en las naciones más pobres y disfuncionales. Qué duda cabe. Es un tema del cual depende su propia viabilidad estructural. Sin embargo, hoy el mayor sentido de urgencia parece tenerlo dentro de sus fronteras. Los gobiernos expanden sus poderes para intentar paliar la pandemia como nunca antes, al tiempo que surgen manifestaciones de apoyo contrarias a la base cultural cercana a la libertad. No es poca cosa. La historia sugiere que es relativamente sencillo establecer un sistema totalitario cuando se vive en libertad, pero es imposible establecer un sistema de libertad mientras se vive en uno totalitario. Este pequeño detalle, aparentemente inofensivo, parece ser ignorado por aquellos que buscan reivindicar al camarada Lenin y sus ideas aledañas. Así comienzan las debacles. Con pequeñas manifestaciones, supuestamente cándidas e inofensivas. Luego, la tormenta crece. Cuando se detecta el daño es tarde para salvar la embarcación. Esperemos que la sensatez tome el timón del bote.


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