Por Yrabel Estrada

La pandemia llegó para sumar un elemento más dentro de la peor crisis registrada en la historia republicana de nuestro país. Estábamos sentidos. Venezuela, herida por 22 años de dolor, hambre y muerte -en el ámbito educativo la catástrofe vestida de marea roja poco dejó en pie-, era de nuevo embestida por un toro que amenazaba con liquidarla.

A nuestros carceleros no les quedó otra que unirse a las medidas que detenían al mundo moderno (o lo lanzaban a un proceso de innovación sin precedentes), las escuelas fueron las primeras caídas, en todo el mundo millones de niños quedaron encerrados en sus casas por el temor de que el virus arremetiera contra ellos, las consecuencias aún las contamos, 21 meses después no sabemos cuánto daño hizo cerrar las escuelas. Hubo alternativas, la tecnología desarrolló un hilo invisible que intentó unir a maestros y estudiantes, pero la verdad, ese hilo fue tan fino que en el caso de Venezuela se rompió.

En nuestra nación (o lo que queda de ella)  la educación virtual fue una estafa, el plan diseñado por el Ministerio de Educación: “Cada familia una escuela”,  fue  una especie  de apartheid digital que recrudeció la inequidad y desigualdad en nuestra sociedad, y esto pudo observarse en la capacitación que se ofreció a los maestros y profesores dentro del sistema público educativo, que fue, por decir lo menos, incompleta (sin respaldo tecnológico  y de baja calidad), y en que nuestros niños y jóvenes contaban con una deficiente  conexión de Internet y escasas herramientas tecnológicas para lograr comprender una secuencia didáctica. La tormenta fue (es) perfecta para que en Venezuela, además de todas las pobrezas que ya existen, haga nicho la pobreza de aprendizaje.

¿Podemos hablar de una incorporación a las aulas, como lo refirió el protagonista del neototalitarismo en el mes de octubre? ¡No! Y menos como el régimen quiere hacernos ver su realidad. En tal sentido, nos preguntamos: ¿Quiénes volvieron? ¿Cómo volvieron a las aulas? Así tenemos que para 2018, según el diagnóstico educativo realizado por la UCAB, había en las aulas de primaria y educación media más de 7,7 millones de estudiantes y hoy, al cierre de 2021, quedan apenas 6,5 millones. ¿Para dónde se fueron esos niños y adolescentes?

El estudio de la UCAB nos dice que casi la mitad, 40%, los expulsó la crisis: el hambre, la falta de oportunidades, la negación de los derechos sociales. El resto fueron estafados por el programa “Cada familia una escuela”, sin oportunidad de contar con una alimentación digna, servicios públicos y, por supuesto, un sistema educativo que no le brinda una ayuda real, medio millón de niños y jóvenes salieron de las aulas y, si no hay plan estatal coherente, jamás volverán. Entonces, hablar de que en Venezuela hay una vuelta a clases segura y feliz es mentira, pues incluso en las escuelas privadas (arropadas por las dificultades económicas y atropelladas por padres que creen en ellas, pero son incapaces de comprender que es un privilegio de alto costo) el regreso a clases presenta casi a diario obstáculos difíciles de saldar.

Ante esta realidad tan amenazadora, ¿qué puede hacer la ciudadanía inmovilizada y desesperanzada?

En primer lugar, hay que volver a creer en la educación porque es el único motor de cambio en cualquier sociedad, incluso la nuestra, razón por la cual, tratando de sortear la crisis debemos sembrar nuestras esperanzas en educar, lo mejor posible, a las próximas generaciones. Hay que tratar de mantener a flote dentro del sistema educativo (creando quizás un currículo oculto) nuestra historia, cultura y tradiciones. Ante este régimen neototalitario, debemos educar para la libertad, concebir una forma irreverente y rebelde de ejercer nuestros derechos y como se pueda, construir las bases para el asentamiento de una estructura democrática real.

En segundo lugar, es fundamental construir una red de colaboración para apoyar a las escuelas privadas, sobre todo, aquellas que apoyan aún a las clases más desposeídas. Los prestadores de servicio educativo tienen hoy más críticos que cualquier empresa privada en el país; por un lado está el régimen, que sistemáticamente crea escollos legales que complican el financiamiento y manutención de este tipo de institución; por otro están los mercaderes de la educación, un grupo nefasto que ha convivido por décadas dentro del sector y que su único fin es el de enriquecerse a costa del sacrificio del personal que labora en las escuelas; y por último, pero no menos preocupante, son los grupos de “padres” que pretenden que la escuela sea su depósito particular de niños a bajo costo y alto rendimiento, o sea, estos serviles e hipócritas seres que hablan del sistema político que tenemos y de lucha por la democracia pero no escatiman en utilizar a ese Estado vil para mantener un estatus que de una manera honesta y solidaria no habrían podido obtener, y menos desde la educación.

Es imperativo el cambio del modelo educativo desde las escuelas. Hay que cambiar los axiomas. Freire tiene razón en que la educación nos llevará a la libertad, pero ante la carencia de un liderazgo real en las distintas variantes de la oposición al neototalitarismo, no queda otra salida que formar nosotros mismos como sociedad organizada a esos líderes que nos llevarán a la reconstrucción y a la libertad. La escuela debe convertirse en el semillero para cultivar una nueva forma de ejercer la ciudadanía, transversalizando la formación ciudadana dentro de los ejes que guían la estructuración de los programas escolares. Debemos convertir a la escuela en un refugio para la participación, el debate de ideas y el cultivo de valores democráticos y la innovación. Hay que educar en tiempos de pandemia para los tiempos calmos de progreso, desarrollo y libertad.

 


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