La Guerra Fría tuvo un telón de fondo que hizo de una confrontación geopolítica -de las tantas que hubo desde que el mundo es mundo- una confrontación existencial y planetaria. Por primera vez las rivalidades ideológicas y los intereses nacionales adquirían una dimensión de espanto. La posibilidad del holocausto nuclear. Acaso no sea casualidad que los fantasmas de aquella época resurjan con fuerza para manifestarse en el cine, que es lo que nos ocupa, con la excelente Oppenheimer; pero además en un filme elemental que estrenó Netflix, llamado Einstein y la bomba.

Hay varios datos interesantes. El primero es que fueron los científicos los que inicialmente pudieron anticipar el elemento prometeico del momento con mayor lucidez. Desde el punto de vista dramático, lo curioso es que esos contrastes de ideas se dieron al menos en dos oportunidades clave a puertas cerradas y sin testigos. En septiembre de 1941, Werner Heisenberg, que había postulado el principio de incertidumbre en la teoría cuántica y para su desgracia histórica era el cerebro del programa nuclear nazi, visitó a su maestro Niels Bohr en Copenhaguen. Bohr era premio Nobel, había desarrollado el modelo del átomo y dado un impulso esencial a la mecánica cuántica. ¿De qué pudieron haber hablado? La respuesta solo puede ser especulativa porque el encuentro fue privado. En una obra clave del teatro contemporáneo, llamada precisamente Copenhagen, su autor Michael Frayn se pasea magistralmente por ese momento en que maestro y discípulo ahora enfrentados conversan sobre un mundo que se asoma al abismo. Sin duda, Christopher Nolan la tenía en mente al escribir Oppenheimer, que recoge otro momento del que la película nos escamotea el contenido. El encuentro entre el Oppenheimer discípulo de Bohr y rival de Heisenberg, ahora encargado de llevar al mundo real la teoría, y Einstein, el teórico de la materia transmutada en energía. ¿Qué pudieron haberse dicho? La respuesta no compete a la historia, sino a la literatura, el teatro o el cine.

En todo caso todos estos temas se han puesto de moda, tal vez porque pasado el colapso del campo socialista, el final de la Guerra Fría está lejos de abrir paso a la paz. Con un agravante. El liderazgo mundial se ha degradado a niveles alarmantes y las bombas atómicas parecen por momentos estar en manos del Dr. Strangelove de Stanley Kubrick. Es por esto que los temas que ganan relevancia son los del comienzo. Son los dramas morales de los físicos y matemáticos de la primera mitad del siglo pasado los que revelan una lucidez que parece perdida.

En el caso de Einstein y la bomba se propone un híbrido ingenioso. Reconstruir la carrera de Einstein, esquemáticamente a partir del momento en el cual se ve obligado a huir de la Alemania nazi. Einstein, se sabe, era un señor muy inteligente y un viejecito ingenioso. La película toma varios -muchos- de sus dichos y los dispersa a través de distintos momentos de su vida privada y publica para ilustrar el tránsito de un inicial pacifismo ingenuo al dilema moral en el cual no se vio involucrado pero siguió de cerca. El interés de la película, bastante somera y afortunadamente breve, está en el paso siguiente. Si los nazis pueden llegar a tener una bomba atómica, el pacifismo inicial debe ser descartado. Pero al hacerlo, los caprichos de la historia hacen que ese inicial movimiento defensivo lleve a Hiroshima y Nagasaki. Es cierto, le dicen a Oppenheimer sus amigos, los científicos no tienen la culpa y después de todo Alfredo Nobel fue el inventor de la dinamita. Pero el dilema moral sigue ahí, intacto.

Conviene verla, y de paso, volver a ver ese filme complejo y maldito llamado Oppenheimer. La historia, ha dicho alguien, no se repite, pero rima.

Einstein y la bomba. Inglaterra, 2024. Director  Anthony Philipson. Con Aidan Mc Ardle, Andrew Havill, Rachel Barry.


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