De un tiempo para acá el régimen de Maduro viene tomando decisiones para una mayor liberalización y apertura de la economía, poco congruentes con cualquier idea de “socialismo del siglo XXI”. Suspendió los controles de precio a muchos bienes y servicios (pero sin abrogar la Ley de Precios Justos); derogó la Ley de Ilícitos Cambiarios, permitiendo la circulación y posesión de divisas; reemplazó el control de cambio por un régimen de flotación “sucia” (intervención del BCV); liberalizó el comercio exterior; anunció la venta de activos públicos, amparada en una Ley Antibloqueo, y la de acciones de algunas empresas públicas; y aprobó una Ley de Zonas Económicas Especiales para atraer inversiones, si bien poco “liberal” y muy discrecional en su aplicación. Promueve inversiones extranjeras también en el sector petrolero y crea un Centro Internacional de Inversión Productiva, en el marco de la Ley Antibloqueo. Por boca de la vicepresidente Delcy Rodríguez, también ministra de Economía y Finanzas, nos enteramos de una Agenda Económica Bolivariana con 18 motores productivos. Supongo que la idea es que ahora no operen en retroceso. Maduro, por su parte, habla de construir un poderoso sistema tributario, alabando al existente en Estados Unidos y otros países avanzados, a la par que se acerca al sector privado, anunciando el desarrollo de su “vocación productiva y exportadora”.

También, se aplicó un ajuste draconiano para acotar la hiperinflación. Redujo drásticamente el gasto estatal, incluyendo sueldos, a costa de un deterioro aún mayor de los servicios públicos; ancló el precio del dólar, liquidando divisas escasas en el mercado cambiario; y asfixió la actividad crediticia de la banca imponiendo niveles de encaje prohibitivos. Aun así, la inflación (anualizada) sigue entre las más altas del globo, 137,1% para finales de julio. Y, con el anclaje cambiario, se sobrevaluó todavía más el bolívar.

No es de sorprender que ante una mayor estabilidad y luego de tantos años reprimidas con toda suerte de controles y arbitrariedades, algunas actividades económicas respondieran positivamente, a pesar de las inconsistencias o insuficiencias de algunas medidas. Se volvieron a llenar los anaqueles en los supermercados y se activó una burbuja en torno a la comercialización de bienes importados y alguna construcción al este de Caracas. Algunos rubros agropecuarios e industrias también pudieron aumentar su producción al tener libertad para importar insumos (con sus propios dólares).

Maduro no resistió la tentación de cantar victoria: el país “se estaba arreglando”. Esta ilusión, a espaldas de las penurias de la inmensa mayoría de la población, de la proliferación de apagones, de las carencias en el suministro de agua y de servicios de todo tipo, se insufló con la perspectiva de que la relación con Colombia mejoraría tras el triunfo de Gustavo Petro. Parecía abrirse la oportunidad de admitir elecciones creíbles para atemperar, así, algunas sanciones y el ostracismo externo a que fue sometido. Ya no serían tan riesgosas, dado su “éxito económico” y el desarreglo en que aparentaba encontrarse la oposición.

Pero arreglar al país no es “soplar y hacer botellas”. Las medidas referidas escasamente modificaron el sustrato sobre el que se levanta la economía chavista. Siguió la desconfianza derivada de la ausencia de garantías económicas y humanas, de la inseguridad asociada al desmantelamiento del Estado de Derecho, así como de la precariedad de una política antiinflacionaria apoyada en el anclaje cambiario: la destrucción de la industria petrolera dejó al Estado sin suficientes divisas para asegurar la estabilidad del tipo de cambio. Como se temía, este arreglo no pudo sostenerse. El precio del dólar ha aumentado 45% desde mediados de agosto. La expectativa de que la economía caiga de nuevo en un espiral de depreciación–inflación, con impactos adversos sobre el nivel de vida de los venezolanos, plantea un difícil problema a Maduro, sobre todo porque el colapso de estos últimos ocho años ha dejado a la economía doméstica con escasa capacidad de respuesta ante ello.

No puede olvidarse que Chávez hizo lo posible por reemplazar el ordenamiento constitucional, el Estado de Derecho y los mecanismos de mercado, por el imperio de su propia voluntad, a cuenta de encarnar, por antonomasia, los fines redentores de su “revolución”. Al amparo de la ausencia de garantías, de la opacidad y de la no rendición de cuentas que trajo la destrucción de la autonomía y el equilibrio de poderes -incluyendo medios de comunicación independientes y una ciudadanía activa— y de una impunidad asegurada a cambio de profesar lealtad al “comandante”, aparecieron poderosas mafias dedicadas a expoliar la riqueza nacional. Una vez que quedó atrás la bonanza petrolera de 2008 a 2014 —precios del crudo por encima o cercanos a los 100 dólares/barril— se desnudó la inopia que hoy plaga al país. Imposible satisfacer ahora las alianzas que sostenían a Maduro, sobre todo el apoyo de militares que traicionaron su juramento, y hubo que instrumentar medidas de liberalización económica que abrieran un respiro a muchos de sus cómplices. Y de la economía venezolana, dada la enorme potencialidad que aún tiene a pesar del desastre chavista, no dejaron de brotar mejoras visibles. Rápidamente fueron capitalizadas políticamente por el régimen con aquello de que “Venezuela se arregló”.

Pero la implantación de una economía de mercado que materializara estas potencialidades ni siquiera está a mitad de camino. ¿Cómo atraer inversiones, fomentar la producción y generar empleo bien remunerado, sin eliminar la estructura de privilegios y de intereses creados que depredan al Estado? No basta con retirar los ojos de Chávez de las edificaciones públicas. ¿Cómo restablecer un intercambio fructífero con Colombia sin atacar a los traficantes de gasolina, de drogas, contrabandistas y las bandas criminales que han operado bajo las narices o con participación activa de militares quienes, supuestamente, custodian la frontera? ¿Cómo fomentar el abastecimiento cuando a los productores agropecuarios se les confiscan buena parte de lo transportado en alcabalas y puertos? ¿Cómo ser competitivo y aumentar la producción industrial cuando no se cuenta con un suministro eléctrico, de agua, gasolina y gas, estables? Y, sin contar con un aparato productivo robusto y en ausencia de financiamiento internacional, la estabilización de precios y del tipo de cambio se hace muy cuesta arriba. Sobre todo, es poco lo que puede aportar un Estado tan malogrado para que las medidas funcionen.

Y así se pinta la encrucijada que enfrenta hoy Maduro. O arremete contra los intereses creados que, junto con su mentor, alimentó -para desgracia de Venezuela- o languidece, con escasas posibilidades de cosechar el éxito político anhelado, en una situación de limitada capacidad económica, creciente conflictividad social y política, perpetuación de su aislamiento internacional y creciente vulnerabilidad. El gobierno de Estados Unidos acaba de aclarar que se mantienen las sanciones. Difícilmente puede esperarse de Maduro las reformas que el país demanda. Fiel a su naturaleza fascista, ha respondido a las amenazas que percibe a su poder, incrementando las medidas represivas.

Sin embargo, para bien de las posibilidades de transición hacia la democracia, existe ahora un factor que debe ser aprovechado. La narrativa del gobierno ha cambiado diametralmente. Ya no es congruente que enfrente o se haga el loco ante los reclamos de que sean cumplidas algunas garantías constitucionales propicias al establecimiento de una economía productiva, incluidas las referentes a los derechos humanos, a cuenta de estar construyendo el socialismo del siglo XXI. A menos que prefiera revertir al caos anterior, con el consiguiente costo político, debe admitir la pertinencia de estos reclamos. No es que creamos que el gobierno empiece ahora, como si nada, a responder ante estas demandas. Pero se ha abierto un espacio favorable a una plataforma de reivindicaciones, legitimadas en las pretensiones que —al menos de la boca para afuera— anuncia el gobierno, para apalancar las fuerzas para el cambio. Y ello debe ser aprovechado para poner en evidencia las contradicciones del chavismo y erigirse en la alternativa auténtica posible al desastre chavomadurista.

Sólo un movimiento cohesionado en torno a un programa coherente y viable, capaz de interpretar las aspiraciones de la gente y respaldada con las posibilidades de contar con importantes financiamientos internacionales, podrá sacar al país de este atolladero. No desaprovechemos la oportunidad.

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