Foto EFE

Cualquier lector puede constatar lo que comentaré a continuación. Desde hace meses está en curso una campaña, que tiene como núcleo un mensaje principal: afirmar que las cosas están mejorando en Venezuela. Sostengo que es una campaña porque en la misma confluyen los programas propagandísticos del régimen (especialmente en Twitter), con los de dirigentes empresariales apurados por conseguir algún arreglo con el poder que hoy les promete y mañana los engaña, a lo que se suman algunos astutos –con mucha presencia en redes sociales y medios de comunicación– que aparentan ser opositores, pero que en realidad no tienen otra lealtad que la lealtad a sí mismos, y defienden que en el país se están produciendo cambios, básicamente para legitimar que, en medio de la calamidad nacional, han logrado un nivel de vida bueno o muy bueno. Forman parte de la pequeña élite, enchufados o no, cuyas vidas se alimentan de regulares raciones de dólares. Lo que los publicistas de la tesis de que las cosas están mejorando, lo que defienden en el fondo, es que para algunos pocos es posible vivir bien bajo los dictados del Estado criminal.

Sobre el trasfondo de esta campaña hay muchas cosas que decir. Por ejemplo, el descaro que significa hablar de mejoría sin salir de Caracas o, más insólito, llevando una vida limitada a unas pocas zonas de la ciudad, y creer que lo que ocurre en un puñado de urbanizaciones, en bodegones y restaurantes, en tiendas de lujo y en unas pocas empresas, es representativo del país, y que esos signos excepcionales los autorizan a declarar que Venezuela ha ingresado en la primera fase de su recuperación, con Maduro y su banda ejerciendo el control absoluto del poder.

Pero esta falacia, en algunos casos, no termina en la afirmación de la mejoría: se proyecta hacia las realidades de la política, del modo más erosivo y divisionista. Sugiere que sí es posible dialogar con la dictadura; que hay que participar en las elecciones con las que el régimen se propone legitimarse, puesto que algo se puede lograr; y, sobre todo, se intenta aprovechar la jugada para descalificar a un amplio sector del liderazgo opositor, de los partidos políticos y de la sociedad venezolana, para acusarla de ser radical, intolerante y ajena a los verdaderos propósitos de los venezolanos, cuya principal expectativa, según afirman sus maleables encuestadores, sería ir a participar en la farsa electoral de noviembre.

Sin embargo, la campaña que auspicia el optimismo infundado guarda todavía un efecto más perverso y moralmente sospechoso: niega la realidad del empobrecimiento, borronea los padecimientos de las familias venezolanas. No es que la desplace a un segundo o tercer plano. Es que se comparte como si la precariedad –cada vez más extendida y agobiante– no existiera, como si el silencio sobre las carestías fuera el precio a pagar para que se mantenga la economía y la paz de los bodegones.

La presentación de los resultados de la Encovi 2021 no solo desmiente las falacias de la mejoría, sino que vuelve a encender las alarmas sobre el estatuto que la pobreza ha alcanzado en nuestro país. A riesgo de repetir lo que algún lector posiblemente ya ha leído, recordaré aquí algunos de los datos más relevantes. Lo primero que corresponde decir es que se trata de un estudio cuyas bases demográficas son irrefutables: 17.402 hogares, distribuidos en 22 estados. A continuación, hay que señalar que el nivel general de pobreza es de 94,5%, el máximo nivel posible de la misma, lo cual significa que la clase media ha sido erradicada y que está en camino de desaparecer del todo muy pronto.

Pero todavía hay algo más grave, datos que tendrían que levantar las alarmas de la sociedad organizada de Venezuela y, de forma enfática, de aquellos que, en medio de tantas evidencias, continúan prestando su apoyo al régimen, dentro o fuera del país, de muchas maneras: la pobreza extrema alcanza a 76,6% de las familias del país, casi 9 puntos más que el año pasado, cuando era de 67,7%. Repito, porque este es el mayor de los escándalos venezolanos de los últimos tiempos: entre el año pasado y este año, el crecimiento de la pobreza extrema ha sido de 9 puntos. ¿Es que hay algo más urgente que eso?

Llamativamente, de esto poco se habla. Explico: por supuesto que recibe alguna cobertura, pero no la que debiera, dada la magnitud de la debacle. Tras la presentación que hicieron los especialistas de la UCAB Anitza Freites, Luis Pedro España y el padre José Virtuoso S.J., el 29 de septiembre, se produjo una intensa avalancha de publicaciones. Los datos circularon con afán, en portales y redes sociales. Tres días después, las expresiones de preocupación comenzaron a declinar, como si la pobreza tuviese la categoría de una noticia efímera, y no un dramático estado de cosas, que tiende a su cronificación, a menos que se produzca un cambio de poder y se abran las puertas para el ingreso inmediato de ayuda internacional.

Políticos, miembros de los partidos políticos y responsables de las organizaciones que en Venezuela tienen alguna capacidad de acción, tendrían que leer la encuesta y preguntarse qué hacer. Habría que declarar la emergencia. Hay cuestiones fundamentales como la alimentación, la salud y la educación, que reclaman una respuesta humanitaria sin demoras ni excusas. Demandan acción ya. Y ante los promotores de la campaña habría que decir: mejor hacer silencio que mantener conductas de complicidad con la dictadura que, entre otras cosas, es una dictadura del hambre.

 


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