En el desarrollo de las batallas que Chile ha librado en las últimas décadas en favor de su democracia, lo ocurrido en el referéndum que tuvo lugar hace pocos días ha sido un paso decisivo hacia el entierro del legado de la dictadura de Pinochet y uno muy importante en favor de la cimentación de la institucionalidad, la legitimidad y la soberanía de la nación en la voluntad de los ciudadanos. Es así como lo ven muchos en el país austral después de haber vivido la consulta popular que le dio una victoria masiva y decisiva a la redacción popular de una nueva Constitución.

Pero antes de que la nueva carta magna pueda ver la luz, muchos hitos deberían igualmente ser conquistados por los chilenos. Después de haber vivido uno de los años más turbulentos de los últimos tiempos en lo social y un deterioro económico muy sostenido como consecuencia de ello, el proceso constituyente puede ser una oportunidad única para construir la justicia social por la que el país clama con desespero y, a partir de allí, recuperar la estabilidad y el crecimiento económico que convirtió al país en un referente continental por muchos años. De no ser así, lo que Chile tiene frente a sí es otra cosa: un estrepitoso colapso dentro del cual la pandemia del COVID, además, aportará un pernicioso componente.

Así define el diario español El País la situación chilena de antes de las revueltas que explotaron en octubre del año pasado: “Chile venía de un crecimiento de 4% en 2019, pero la economía se vino abajo el cuarto trimestre y el resultado fue apenas de 1,1% de expansión anual. Aunque se recuperó pronto, en marzo surgió la pandemia de la covid-19 que ha provocado ya 14.118 muertes. El PIB se desplomó 14% en el segundo trimestre de 2020 —no ocurría un batacazo de esas dimensiones desde 1982— y 2 millones de personas perdieron su trabajo. Aunque la actividad en Chile ha comenzado una lenta recuperación, este año la caída económica será de 5,5%, según el Ministerio de Hacienda”.

Para que todo marche por la vía correcta que haga de Chile de nuevo un país ganador haría falta que el proceso no se coloree de lo político, pero ello es una verdadera quimera. Será necesario revivir la memoria de los años de bonanza económica que el país conoció en el pasado pero igualmente será imprescindible tener cuenta, sin endosarle las culpas al neoliberalismo, de los factores que provocaron la desintegración y la fractura social que han estado al origen de los desórdenes de los meses pasados.

El proceso que se inicia en abril de 2021 con la elección de los miembros de la Convención Nacional y que tendrá un límite de un año para parir un texto viable es realmente incierto. Este proceso dependerá tanto de la cordura política como de lo enclenque que puedan quedar las finanzas chilenas después de hacer frente a la pandemia. Sin fortaleza económica será imposible hablar de medidas sociales inclusivas y todo ello debe confluir para que el ejercicio de redactar una nueva Constitución no sea estéril. Sin mencionar que la inversión es cobarde frente a la inestabilidad y a la inseguridad que se produce en un ambiente caldeado por reivindicaciones sociales.

Tampoco resultará sencillo explotar la ventaja tradicional chilena consistente en haberse fraguado una presencia importante y proactiva en los mercados de terceros países, porque el resto del mundo también se estará recuperando de un colapso de mayores proporciones.

Esta es, pues, una encrucijada decisiva para todos los actores de este proceso chileno, que no se limita solo a quienes tengan que levantar la mano para aprobar el nuevo articulado constitucional. El país entero y todas sus fuerzas vivas serán puestos a prueba.


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