La élite política, que había logrado instalar nuevamente la democracia en el país en el año 1958, comenzó lentamente primero, y vertiginosamente después, a desvertebrarse. ¿Cuándo ocurrió? ¿Por qué ocurrió? ¿Cuáles fueron los factores intervinientes? Ríos de tinta y opiniones divergentes muchas veces se han alegado sobre el particular. Las pasiones siguen  muy vivas y solo el tiempo, como siempre pasa en la historia, las irá decantando y así podremos tener una imagen más cercana a la realidad. De entrada, y es el aspecto más citado, sin duda que la crisis de los partidos cobra especial relevancia. Los partidos, pilares por excelencia de la democracia moderna,  lentamente fueron perdiendo representatividad ante la sociedad. Fueron abandonando su rol de mediación y de socialización política, para concentrarse predominantemente en su rol de maquinarias electorales. Descuidaron su  papel ideológico, de debate y elaboración  de ideas que ayudaran a proyectar el futuro del país, aparte de burocratizarse en grado excesivo en detrimento de la fluidez de relaciones que deberían impulsar con la sociedad.

Durante los primeros lustros del experimento democrático inaugurado el año 1958 existía una compenetración positiva  entre la élite política y la élite económica,  gracias a la cual  se respetaban reglas claras en las tareas de cada cual, y existía una inserción estimulante de los grupos de intereses en la estructura administrativa del Estado, contribuyendo a la elaboración de políticas públicas consensuadas y acertivas. Lo que venía siendo un camino pausado se descarriló con los ingentes recursos que la renta petrolera produjo a partir de los inicios de los setenta. El gigantismo estatal, que fue su consecuencia, la llamada Venezuela saudita, significó un aumento desproporcionado de la corrupción, que a partir de entonces pasó a ser un elemento crónico del sistema político, una conchupancia entre políticos y empresarios, que desvirtuó el sentido de colaboración que hasta entonces había predominado. A la larga esto tendría la nefasta consecuencia, dado que sectores empresariales poderosos comenzaron a intentar proyectarse políticamente, con independencia de los partidos que tanto los habían beneficiado. Las élites se desvertebraron, perdiendo la unidad necesaria para enfrentar los desafíos de un país fluidamente cambiante. La élite política perdió la confianza en sí misma, y no abundaban en su seno los resortes éticos que ayudarán a sortear los los obstáculos que se le atravesaban. El llamado Caracazo de febrero de 1989 causó un terremoto en la élite política que fue incapaz de afrontar con éxito. El lento deterioro del sistema político y sus  soportes  se aceleró, siendo que todas las desesperadas salidas a la crisis del país terminaron naufragando. La élite política perdió la última oportunidad de sobrevivencia ante la incapacidad de dirigir el proceso de cambio constitucional que se presentó  en los años 1992-1993, cuya última opción lo constituía la convocatoria de una asamblea nacional constituyente.

Fue en cierta medida una muerte anunciada la ocurrida con la élite política, cuyos orígenes están asociados como sucesores de  los padres fundadores de la democracia el año 1958, cuyo precioso legado la verdad es que no supieron conservar. Nuevos actores surgirían a partir de 1998, pero el nombre de élite les queda grande, pues merecen denominaciones espúreas que prefiero aquí no mencionar.  Esperemos, en consonancia con  la libertad y democracia que la inmensa mayoría del pueblo venezolano  aspira y añora, el surgimiento  de una nueva élite política, orientada por fundamentos éticos,  que pueda dirigir la reconstrucción del país y así llevarlo nuevamente por un camino de progreso material y espiritual que para nuestra desgracias perdimos.


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