• La teoría del elitismo se introdujo en las ciencias sociales a finales del siglo XIX por los italianos Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, en oposición a la creencia marxista de que un régimen popular conduciría a la democratización.
  • La teoría postula que una minoría, siempre se organiza mejor que las grandes mayorías. Los intereses de los “elitistas” son comunes y el poder es por naturaleza concentrado mientras que para las no-élites sus intereses y el poder son dispersos.

Para la revista estadounidense Político, Donald Trump solía asociar «élite» con una agencia de modelos. «Ella estaba con Élite», declaró una vez sobre la deslumbrante modelo Anna Nicole Smith cuatro días después de su muerte en 2007. De la misma manera que algunos podrían decir que una persona ganó un prestigioso premio literario, Trump comentaba: “Ella tenía el mejor cuerpo. Tenía el mejor rostro y cabello que he visto en mi vida». La agencia Élite era pues para el empresario una especie de marketing más o menos intercambiable con «elegante» o «lujo». Los campos de golf de Trump eran de la «élite». Sus edificios, eran de la «élite». Mar-a-Lago era «élite».

Su superflua idea de “élite” cambió abruptamente cuando Trump se postuló para presidente. En sectores rurales de Estados Unidos donde prevalecen los republicanos existe una reverencia popular al no-conocer, una forma de “anti-intelectualismo o antielitismo” que adquiere otras formas como igualitarismo y pluralismo. La influencia de estas corrientes y el rechazo al “elitismo” es tan marcado en estos sectores que conlleva una resonancia asociada a personas “muy educadas” algo así como “muy impopular”. Un ejemplo de este aserto es el gobernador republicano de la anti elitista Florida, Ron DeSantis, cuya clave de su éxito para ser electo fue ocultar hábilmente que era graduado de Yale y Harvard, dos universidades predilectas de la “elite”. Una vez elegido, su popularidad creció al negar la utilidad de la vacuna contra el covid-19 y el uso de la mascarilla. Tanto ha sido su éxito en su postura anti-ciencia o “antivacuna” que se cree que es el único que le disputará la candidatura a Trump en las primarias republicanas.

Cuando Trump entendió finalmente lo que «élite» significaba para los republicanos, desarrolló una ira contra el establecimiento político de Washington y contra círculos aún más sospechosos a los que llamó “élites de los medios», «élites intelectuales», «élites de corporaciones globales”. El 23 de febrero de 2016 en una concentración republicana en Nevada, declaró en alta voz, “I love the poorly educated”. Desde entonces Trump ha sentido un antagonismo intenso contra lo que ahora ve como clase privilegiada estadounidense y en especial la de Nueva York, que durante mucho tiempo se burló de sus excesos y sus aspavientos de multimillonario. En efecto, de lo que ya se percibe, la “élite americana” ha iniciado una ofensiva contra Trump atacando sus líneas de menor resistencia para sacarlo del juego político de una vez por todas.

Atrincherado y con el firme control de uno de los dos grandes partidos del establecimiento, Trump libra una denodada batalla consciente de sus flancos débiles, varios juicios penales por fraude financiero al Fisco y su directa responsabilidad en la insurrección del 6 de enero, el más violento ataque al Capitolio desde la Guerra Civil.

Elitismo

La teoría postula que las élites son unidas y sus intereses son comunes mientras los intereses y el poder de las no-élites son dispersas. No obstante, la teoría niega que el elitismo y la democracia sean irreconciliables. En Estados Unidos el más destacado proponente de esta teoría fue el sociólogo C. Wright Mills. En su obra El Poder de la Élite de 1956, Mills la describe como una amalgama de intereses entretejidos de altos estamentos militares, corporativos y políticos de la sociedad americana. En virtud del poder real de esta “élite”, sostiene el autor, el ciudadano común y corriente es sujeto de manipulaciones.

El sarcástico y polémico intelectual estadounidense, miembro de una familia de la “élite americana”, Gore Vidal, sostenía que «la República” creada por los fundadores se extinguió en 1950 y desde entonces Estados Unidos ha tenido un sistema imperial». Entre 1950 y 2010, Estados Unidos -según Vidal- habría librado unas 300 guerras en diferentes partes del mundo y ninguna fue aprobada por el Congreso, aunque la Constitución estipula lo contrario. Gore Vidal sostenía que el ataque a Pearl Harbor fue deliberadamente provocado por el presidente Roosevelt para ingresar a Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, en momentos en que 80% de los americanos se oponían a participar en ella. La “élite americana” lo habría decidido en un momento crucial para Estados Unidos y el mundo.

Estos modernos templarios, como los llamamos en una ocasión, velan porque la superestructura que le ha dado un contenido sin paralelo al desarrollo económico, militar y democrático de Estados Unidos no se interrumpa ni se desvíe por intereses bastardos o inmorales. Esta “élite” se asegura de que Estados Unidos sea predominante en el escenario mundial y conserve la misma capacidad que sirvió para superar a poderosos adversarios del pasado como la Alemania Nazi, la Unión Soviética, la China del presente u otro en el futuro.

Preservar este excepcionalismo como nación no puede dejarse a una elección accidental. A esta “élite americana”, oculta entre las sinuosidades del poder real en Estados Unidos, se le atribuye haber coadyuvado a la decisión de liberar los esclavos y enfrentar la Guerra Civil para poner fin a la esclavitud, una manera de reparar o restablecer uno de los valores morales pendientes de la Declaración de Independencia que proclama «todos los hombres son creados iguales».

La sedición republicana

Entre las manifestaciones más recientes de esta indescifrable “élite” ha sido la participación abierta, por primera vez en la historia de las elecciones de Estados Unidos, de prominentes republicanos y conservadores agrupados en una organización llamada Lincoln Project para apoyar a un demócrata, con el propósito de sacar a Donald Trump de la Casa Blanca y ahora impedir que regrese. El grupo prestó un enorme y cualitativo soporte a la victoria de Joe Biden y actualmente presiona, junto con grupos que encajan en esta definición de “élites”, para usar en su contra los juicios penales que se le siguen a Trump. La última de las acusaciones contra Trump es que el Deutsche Bank le otorgó, siendo presidente, un «trato preferencial secreto» en forma de un préstamo de $170 millones. Así lo anunció el Comité de Investigación de la Cámara de Representantes.

Este Comité integrado también por republicanos disidentes, que investiga el asalto al Capitolio el 6 de enero, ya ha anunciado que miembros republicanos del Congreso participaron en los planes y la organización de la sedición. Steve Bannon, ex asesor de estrategia de la Casa Blanca, se ha negado a presentar testimonio al Congreso y el Comité recomendó al Departamento de Justicia su procesamiento penal.  Entre los obligados a rendir testimonios están dos de los jefes de gabinete de Trump, Mark Meadows y Kevin McCarthy.

La gran mentira

Aunque luzca increíble, en Estados Unidos las normas de la transferencia de poderes que se han venido cumpliendo sin alteración por 240 años no están escritas en la Constitución o ley alguna, están fundadas básicamente en el honor y una tradición inspirada en el Derecho Común del Reino Unido. La “élite” está persuadida de que Trump es el único que ha violado esas normas de respeto a la tradición y al honor que los gringos tienen como sacrosantas.

No ha habido manera racional que los republicanos hayan podido justificar que a Trump le escamotearon las elecciones y al mismo tiempo sostener que ellos, representantes y senadores republicanos, fueron electos legítimamente. En Estados Unidos una boleta electoral única contiene los votos para presidente, representantes, senadores, gobernadores, alcaldes y otras decenas de postulados a cargos de elección popular. ¿Cómo millones de boletas pueden ser fraudulentas y afectar a uno solo de los postulados sin afectar a ningún otro de las decenas de candidatos? Si esto no fuera suficiente, la Corte Suprema de Justicia y 62 tribunales, de mayoría conservadora, desestimaron todas y cada una de las demandas republicanas por faltas de méritos. La solución que han encontrado es la de repetir miles de veces lo que los medios llaman “la gran mentira” y en realidad se ha convertido en verdad para la mayoría de los republicanos.

La paradoja es que el temor al creciente control y dominio de Trump en el partido Republicano, de suyo una gran fortaleza, ha devenido también en un incentivo para intensificar la ofensiva a fondo contra los flancos débiles del expresidente: su responsabilidad penal por graves violaciones a la ley.

¿Es esto democrático? El problema es que el hubris de Trump ha dado lugar para que esta meliflua “élite americana” se justifique legalmente para sentar un precedente crucial de la doctrina constitucional: “Nadie está por encima de la ley”. Ni siquiera el presidente de los Estados Unidos de América.

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