En días pasados tuve la oportunidad de publicar un tweet sobre cómo en medio de la distorsión de precios que vive Venezuela un semestre de una universidad privada pudiera llegar a costar 2.000 dólares, al tiempo que otros temas, más banales a mi parecer, pareciera que tuvieran mayor prioridad en la preferencia de algunas personas.

Como lo preví, siendo un tema tan álgido, las respuestas al tweet no se hicieron esperar. Hubo quien me pidió que demostrase la estructura de costos de las universidades; otros que pidiera reivindicaciones salariales para los profesores, algunos más me solicitaron que fuera capaz de probar, con desviación estándar incluida, cuántas personas dentro de una determinada universidad establecen el costo de oportunidad de comprar un IPhone versus el pago de un semestre. En fin, las respuestas y comentarios dan para todos los gustos.

Lo cierto del caso es que difícilmente en un tweet se puedan recoger todas las ideas, argumentos y contrargumentos que uno quisiera esgrimir para cada uno de los comentarios que se reciben. Creo, sin embargo, que la idea central fue bastante clara: en un país sometido a profundas distorsiones económicas, comenzando por el propio sistema de precios, que un semestre de una universidad cueste 2.000 dólares no es descabellado si se compara con otros bienes o servicios dentro del país. Y sí, en una sociedad en la que existe una tendencia importante al desprecio a la educación, a la formación profesional, hay personas que priorizarán otras cosas por encima de recibir una educación universitaria.

El tema, por supuesto, es sumamente emocional. Al final, la educación superior es una aspiración de muchas personas, y si nos vamos al entorno legal, nos guste o no incluso se garantiza como un “derecho”, por lo que existen suficientes elementos culturales para que, como sociedad, el acceso y pago a una universidad se transforme en un tema de debate y polarización.

Es comprensible que, dentro de este contexto, también haya una visión de reclamo de las personas que se sientan excluidas del sistema. Lo consideran injusto ya que les afecta sus perspectivas y trayectoria de vida. En términos simples, ¿por qué yo no puedo pagar esa universidad?, ¿por qué unos sí y otros no?

No es la primera vez que el tema sale a colación. Cada vez que una universidad privada anuncia que va a incrementar sus matrículas, las redes sociales se inundan de comentarios en torno al tema. Lo mismo sucede cuanto se incrementan los precios (“tarifas”) de la telefonía celular, la gasolina e incluso la televisión por cable.

Veamos los antecedentes. Tenemos una sociedad acostumbrada a que, virtualmente, los bienes o servicios antes mencionados fueran prácticamente gratuitos. Gratuidad aparente, y que trajo consigo un enorme costo para la sociedad. Factura propia del socialismo y sus controles y planificación centralizada. Lo cierto del caso es que de pagar entre 50 dólares a 100 dólares dólares por un semestre pasaste a pagar 2.000 dólares, y los gastos corrientes del día a día ya no se resolvían vendiendo 20 dólares en el grupo de condominio. Esa Venezuela se acabó, como también se acabó la Venezuela del crédito barato, circunstancia que no todos los empresarios están dispuestos a comprender en busca de una añoranza hoy perdida.

Para quien poco sabe de economía es difícil de explicar y asimilar todo este proceso de ajustes. Máximo cuando se han hecho de la mano de un gobierno de cuestionable legitimidad, en un contexto en el cual la polarización, la batalla, parece prevalecer por encima de cualquier medida paliativa, o cuando menos didáctica para explicar las transformaciones que se llevan a cabo.

Lo cierto del caso es que el venezolano, prácticamente de la noche a la mañana, pasó de tener una vida medianamente funcional a tener uno de los ingresos per cápita más pequeños del continente. Y esa es, lamentablemente, la dura realidad que lo excluye de servicios tales como el de la educación privada. Ahora bien, el funcionamiento y la dinámica de una universidad no escapa de la dinámica propia del cálculo económico. Tampoco luce lógico atacar a las universidades por subir sus precios. ¿Es lógico acaso que una universidad busque subir sus precios para que así disminuya incluso aún más la demanda por sus servicios? ¿Qué incentivos se tienen para contribuir con la variable precio a que se incremente la ya preocupante deserción estudiantil? ¿Tiene algún sentido doloso? Creemos que no. Suficiente batalla tienen que dar las universidades con el posible “cierre técnico” de carreras por falta de alumnos para que, de paso, se eche más gasolina al fuego.

La dinámica económica actual del país ha generado unos nuevos náufragos y excluidos que se resisten a aceptar el nuevo estadio de cosas. Es lógico. Simplemente no forman parte de los beneficiados del sistema, o al menos así lo perciben. Muchos de ellos, sus padres y abuelos, sí fueron beneficiados de un Estado patrimonialista que hoy luce inexistente. Para ellos no hay historias del abuelo inmigrante que con una mano adelante y otra atrás logró sacar adelante una familia y darles calidad de vida, educación y viajes a sus descendientes. Esas son historias del pasado. Y estos nuevos náufragos, los ahora excluidos, buscan explicaciones que nadie ha sido capaz de darles o, peor aún, que no quieren escuchar.

 


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