Ilustración: Juan Diego Avendaño Rondón

La historia republicana de Colombia está llena, como la de todos los pueblos, de grandezas y miserias. Su papel fue fundamental durante la independencia de América Hispana. Parecía llamada –como expresión de integración– a convertirse en una de las potencias emergentes del mundo (entre el Atlántico y el Pacífico, no lejos de Estados Unidos, Europa y África). Más adelante –tras inútiles guerras internas– volvió a ser referencia (y refugio) del continente. Pero la tentó de nuevo la violencia, precisamente cuando la democracia renacía con contenido social. La falta de consenso impidió consolidar un sistema fundado en la libertad y la justicia.

“En Colombia se ama más al partido que a la patria”, me dijo un campesino culto que de joven había sido el único sobreviviente de la masacre de su familia en una aldea de Santander. Asistía a clases de bachillerato en pueblo cercano cuando ocurrió la tragedia. Después de presenciar de lejos el entierro de los suyos, por caminos poco transitados huyó a Venezuela, donde se construía la carretera Panamericana que abrió las tierras del Sur del Lago a quienes quisieran trabajarlas. Al llegar a un lugar llamado Guachi, más allá de Santa Elena de Arenales (Mérida), se adentró en sitio alto y sembró una parcela que hizo suya. Como lo había hecho su abuelo siete décadas atrás cuando se extendía la siembra de café por el valle donde nació. Como otros miles en la región, prosperó y formó familia. Contribuía como muchos de su mismo origen a hacer de Venezuela un país próspero.

La violencia política (1947-1960) causó cerca de 175.000 víctimas, miles de heridos y más de 2 millones de desplazados. Las pérdidas económicas fueron inmensas.  Después se produjo el conflicto armado, que aún no termina. Los muertos suman casi 1 millón a los que se agregan más de 83.000 desaparecidos. Al menos de 180.000 personas han sido secuestradas. Más de 7,8 millones fueron obligadas a abandonar sus hogares, sus bienes y sus raíces, desplazadas de sus lugares de origen. A la violencia política se unió la provocada por la producción y comercio de drogas, fenómeno que tomó impulso a partir de los años sesenta (debido a la proximidad de Estados Unidos, gran consumidor). Con los años invadió todos los sectores, se introdujo en todas las actividades y pretendió controlar las instituciones estatales. Aunque generó ingresos, perturbó el proceso productivo. Además, empujó a millones (3,033 millones de 1985 a 2020) a marcharse del país.

Desde temprano los neogranadinos mostraron interés en los asuntos políticos, como ocurrió durante la Rebelión de los Comuneros (1781), cuando reclamaron los derechos del pueblo. Tal vez, por eso, frente a todas las amenazas, las instituciones republicanas colombianas han mostrado una fortaleza extraña en la región. Es de notar que desde 1832 la vida política ha sido muy activa (con partidos poderosos), por lo que han predominado los gobiernos civiles. Muy pocas revoluciones y golpes militares han tenido éxito y ningún mandatario ha podido perpetuarse en el poder. Los gobiernos han sido elegidos con la regularidad prevista en la Constitución desde 1958. Los poderes Legislativo y Judicial gozan de gran autonomía. Los ciudadanos saben reclamar sus derechos y libertades (incluidas las de carácter colectivo) no sólo frente a los órganos del Estado sino contra cualquiera que los amenace. Lo han hecho con mucha fuerza desde 2019.

En 1878 el pensador ecuatoriano Juan Montalvo divulgó, al criticarla, la conseja extendida según la cual cuando se disgregó Colombia (la de Bolívar) la Nueva Granada se había retirado a una escuela, Venezuela a un cuartel y Ecuador a un convento (El Regenerador, N°12). Aunque no reflejara exactamente la realidad, traducía la consideración general. Al final de la época colonial ya la Nueva Granada se distinguía por su alto nivel cultural. Funcionaban universidades y colegios y era grande el prestigio del grupo de “criollos ilustrados”, que encabezaba José Celestino Mutis. En 1791 comenzó a circular el Papel Periódico de Santafé de Bogotá. No había terminado la guerra cuando comenzaron a abrirse los colegios de las capitales provinciales: fueron 26. Esa tradición ha tenido continuidad hasta hoy. Se expresa en muchas formas. Como en el renombre de sus intelectuales y el reconocimiento de sus universidades, algunas incluidas en exigentes clasificaciones mundiales.

En las últimas décadas, Colombia afirmó su posición política y económica en América Latina y entre los países emergentes. Pasó a ser la cuarta economía de la región (tras Brasil, México y Argentina). De 1961 a 1999 el PIB mantuvo altos índices de crecimiento. La caída del año 2000 fue seguida por un nuevo período de resultados positivos (aún durante las crisis mundiales de 2008 y 2015). En 2021 se recuperó del desplome causado por la pandemia. Colombia no sólo exporta café, ha diversificado la producción, conquistado nuevos mercados e incentivado las inversiones y el turismo internacional. Pero, ni la prosperidad ni la convocatoria de una asamblea constituyente (1990-1991) ni los acuerdos de paz con el M-19 (1990) y las FARC (2016) pusieron fin a sus graves problemas. Porque derivan, fundamentalmente, de profundas desigualdades económicas y sociales que provocan insatisfacción y emigración (aún numerosa). Y ahora también (debe reconocerse) de la generosa acogida a 2,2 millones de venezolanos.

El mayor ingreso no llega a todos. La pobreza afecta a gran parte de la población. Para 2021 el índice general de pobreza (por ingresos) fue de 39,3% (dentro del cual 12,2% correspondía a formas extremas). En el medio rural (11,7 millones de habitantes) era de 48,7%. Medida según las condiciones socioeconómicas (multidimensional) la pobreza afectaba a 16,0% (29,7% en 2010): en el área urbana a 11,5% (22,9% en 2010) y en los pequeños centros y el área rural a 31,1% (50,8% en 2010). Así, pues, 8,1 millones de personas se encuentran en esa condición. La tasa de desempleo es de 11,2% y la de subocupación 8,4%; pero la informalidad sobrepasa 40%. Esas cifras revelan una sociedad muy desigual y estructuralmente injusta, que no ofrece oportunidades para todos. Es más grave en el campo. La tierra está mal distribuida: 1% de los predios abarca 81% de la tierra.

La reciente historia de Colombia podría figurar como un capítulo de un libro esclarecedor (La marcha de la locura. 1984) de la historiadora estadounidense Bárbara W. Tuchman (1912-1989), dos veces ganadora del premio Pulitzer. Se trata de una interpretación novedosa de acontecimientos de trascendencia en la historia de la humanidad, desarrollada con seriedad académica, alejada de los modelos rígidos de ciertas escuelas. En algún momento de cualquier época y lugar un pueblo o un gobierno adopta un comportamiento evidentemente contrario a sus intereses, producto de la insensatez. Aunque haya otras opciones y se adviertan sus resultados, se condenan a sí mismos. Se desata entonces un proceso indetenible, como si se tomara voluntariamente un camino con final tenebroso, hacia el desastre. Como en Troya o en Vietnam, como Inglaterra en sus colonias americanas, como Alemania al invadir Polonia, Japón al atacar Pearl Harbor, la URSS al negarse a los cambios.

Ninguno de los capítulos está dedicado a América Latina, aunque el texto hace referencia a las decisiones del tlatoani Moctezuma que permitieron a Hernán Cortez la conquista de México. No faltaban temas a la autora. Como la interrupción de las negociaciones sobre la independencia de las colonias españolas por un monarca felón e insensato que hubieran evitado años de guerra y la derrota del ejército real en Ayacucho. O el fracaso del proceso integrador de Colombia “la Grande”, en el que se conjugó la incapacidad de los partidos para encontrar fórmulas de compromiso a las dificultades que imponían la historia y la geografía con las ambiciones de los caudillos militares que gobernaban en las entidades participantes. Y hoy la destrucción de la Venezuela democrática y progresista, permitida por quienes heredaron su conducción ante la indiferencia de quienes debían protegerla, ejecutada conscientemente por quienes conocían el fracaso de procesos “revolucionarios” similares.

Las instituciones republicanas colombianas resistieron las presiones a las que se vieron sometidas en las últimas décadas. Pero no pudieron vencer las trabas –muy viejas– que impiden la incorporación del país al llamado primer mundo. La crisis actual –que deja debilitados a factores poderosos de todos los bandos– ofrece a Colombia la oportunidad de iniciar un proceso de reformas –más que políticas, económicas y sociales– que consoliden su sistema democrático y permitan su ascenso al desarrollo de orientación humanística.  Solo así se podrá dar satisfacción a las exigencias populares. Y, sin duda, marcar un camino para los pueblos hermanos.

@JesusRondonN


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