El estudio de los sistemas de gobierno en esta convulsa segunda década del siglo XXI presenta severos retos a los estudiosos de la ciencia política y la ciencia social en general. Aquel sueño hegeliano que formuló Fukuyama al caer el Muro de Berlín, de un nuevo milenio repleto de democracias liberales por todo el orbe, se hizo pedazos en menos de lo que dura un suspiro. Los regímenes personalistas y autoritarios de distinto tipo han tomado por asalto al mundo, en distintas oleadas, incluyendo a los países europeos, con sus Berlusconi y Kaczynsky de hace unos años, y sus Orban de ahora, al tiempo que los movimientos regionales de apertura como la Primavera Árabe, que prometían mucho inicialmente, se frustraron y dieron paso a guerras civiles y países escindidos.

Parece obvio que las clasificaciones y conceptos tradicionales de los sistemas de gobierno se quedan cada vez más cortos para dar cuenta de la cambiante realidad, y por ende hay que revisarlos, reconfigurarlos, o de ser necesarios, crear unos nuevos. Eso fue lo que hizo, por ejemplo, a principios de los noventa, Guillermo O`Donnell, al plantear la noción de democracia delegativa, para dar cuenta de regímenes como el de Alberto Fujimori en América Latina, donde el equilibrio entre los poderes públicos quedaba rebasado y se impuso un especie de tutelaje presidencial, aunque conservando las formalidades de la democracia clásica representativa, con sus elecciones y su sistema plural de partidos.

En el caso específico de Venezuela, la deriva autoritaria se ha profundizado de tal forma que las categorías de O’Donnell sencillamente ya no aplican. Quizás serviría para dar cuenta de los primeros años del dominio de Chávez, que de manera más precisa podemos calificar como una democracia competitiva con rasgos plebiscitarios y personalistas. Pero desde que Chávez –bajo la orientación de los Castro– comenzó la etapa del socialismo bolivariano –hacia el 2007– el desdibujamiento de los rasgos competitivos, por una parte, y la extensión y profusión de los mecanismos de control de la sociedad, por la otra, han sido tales que en alguna medida identifican a nuestro actual sistema político con las dominaciones totalitarias modernas.

El totalitarismo es también una dictadura, pero diferente a las clásicas. Mientras estas utilizan principalmente los mecanismos represivos y supralegales para conquistar y mantener el poder, los regímenes totalitarios, además de utilizar la violencia en sus niveles más intensos, llevando a cabo genocidios y operaciones de exterminio, se basan en partidos únicos de masas, que son utilizados como formas de movilización y de avasallamiento electoral. Junto con ello –y como indispensable complemento– es notorio el uso intensivo de la propaganda y los mecanismos de educación ideológica y adoctrinamiento, así como el progresivo manejo por parte del Estado de la vida económica; elementos  que se conjugan para alcanzar el control de todos los ámbitos de la vida social, incluida la familia, la religión, etc., haciéndose más inexpugnables que las dictaduras clásicas.

Es obvio, sin embargo, que en Venezuela –como probablemente en la Rusia actual de Putin– no han tomado cuerpo del todo los distintos rasgos del modelo totalitario, aunque seguramente Maduro y sus secuaces intentarán acelerar el paso para acercarnos más a él, siguiendo el camino de Cuba, Corea del Norte y China, los casos más notorios en el mundo en la actualidad (aunque el caso chino merece una consideración especial). Para empezar, no existe un sistema de partido único, y pese a los progresos realizados por el régimen, anulando las inscripciones y los símbolos de las organizaciones opositoras, e incluso ahora de sus partidos aliados, lo notable es que estos partidos continúan –pese a sus limitaciones, el exilio y persecución de sus dirigentes– activos y teniendo un papel beligerante, a la par de mantener sus representantes en la Asamblea Nacional legítima.

Por otra parte, el partido en el poder, el PSUV, perdió casi totalmente su capacidad de movilización de masas, proceso que ya había empezado en tiempos de Chávez (señal de que este estaba perdiendo sus “poderes” carismáticos), pero que se ha acentuado de manera aguda al profundizarse la crisis social y al quedar el partido al mando de burócratas –como son Cabello y Maduro– con su corte de dirigentes advenedizos elegidos a dedo. Esto afecta severamente la escasa legitimidad que le queda al régimen, que para mantener la fidelidad de su reducida parcialidad depende de los cada vez más esmirriados recursos del Estado y de los mecanismos de manipulación ideológica.

Dejando a un lado estos matices de diferencia, hay otra consideración que representa una diferencia de fondo con los totalitarismos del siglo XX y los de los momentos actuales, y es que en la Venezuela de Maduro, Cabello y Padrino, el Estado ha ido perdiendo el monopolio legítimo de la violencia, resignando (en parte por razones de conveniencia política y en parte por la creciente desprofesionalización y la incapacidad de la Fuerza Armada) el control de importantes espacios urbanos y vastos espacios fronterizos y del interior de la nación en grandes bandas armadas delincuenciales y en notorios grupos guerrilleros provenientes en su mayor parte de Colombia. Si bien el gobierno ilegítimo ha sacado provecho de estas alianzas (con las cuales busca, entre otras cosas, mantener a raya a las propias Fuerzas Armadas), esto representa un signo importante de debilidad, que a la larga seguramente lo afectará de diversas formas.

Por otra parte, aunque el régimen ha tenido cierta eficacia para anular a los movimientos sociales tradicionales –obreros y campesinos- desmantelando o dividiendo a los sindicatos y gremios, no ha podido hacer lo mismo con la sociedad civil y las ONG, que no solo han logrado sobrevivir sino que incluso se han multiplicado, lo mismo que un conjunto importante de gremios profesionales y empresariales. En este terreno es mucho lo que dista de los regímenes totalitarios clásicos, donde la sociedad civil ha sido anulada o ha desaparecido por completo (al igual que las instituciones eclesiásticas, que en Venezuela permanecen, vivas y activas).

Los arraigados valores cívicos y políticos que se arraigaron en la nación gracias a 40 años de régimen democrático, han sido, por tanto, un notable muro de contención, quizás austero pero todavía sólido, para el desarrollo pleno de un modelo totalitario o neototalitario en el país.

De cualquier forma, seguirá en el tapete la discusión acerca de cuáles son las categorías o modelos de sistemas de gobierno que son más apropiados para explicar la triste experiencia venezolana, que también puede interpretarse desde el punto de vista de los fenómenos populistas de carácter autoritario que han echado raíces en Latinoamérica y otras regiones del mundo. Sobre las experiencias populistas y su eventual relación con el totalitarismo y otras formas de autoritarismo político, es mucho lo que falta por decir e investigar.

@fidelcanelon

 


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