La demolición del ser que somos en la América hispana –de nuestra textura cultural– se inicia hace dos décadas desde Venezuela. Hugo Chávez, una vez llegado al poder, focaliza su revanchismo, más que en los partidos –cadáveres sin importancia para él– sobre el mundo de los medios de comunicación social. Les suma, como elemento de autoridad a derrotar, la catolicidad.

Desde sus primeros días en el poder, mirando lo propio, resume su cometido aparente en el rescate para los militares de los fueros perdidos a manos de los civiles. Civil es la ofensa que se le profiere al cadete indisciplinado o temeroso. Se comprende, pues “el talento político no es más que confianza en los líderes” para Spengler, ya que, en el caso, “socialismo significa poder, poder y más y poder”. Nada más.

Una y otra circunstancia mucho indican acerca del objetivo real que, a través de Chávez y su botija petrolera, procuran las fuerzas transnacionales de la izquierda que invaden al país como primer eslabón y que, al término, se concreta en la ruptura de los lazos de identidad que aseguran la idea de la nación, como patrimonio intangible de los pueblos hispanoamericanos.

La abierta confrontación contra periodistas y sacerdotes es consistente con la línea intelectual de la Escuela de Frankfurt, revisionista del marxismo, a la que se adscribe, entre otros tantos, el italiano Antonio Gramsci y que cultiva el corrompido Foro de São Paulo. Habiendo fracasado la modelación de las masas bajo el régimen económico comunista, en lo adelante se trata de destruir desde sus cimientos a la cultura cristiana y occidental que las amalgama. Lo demás vendrá por añadidura, creen los neocomunistas, según La muerte de Occidente de Pat Buchanan.

No por azar, en 2007, tanto como declara que “se acabó la concesión que desde hace 53 años la élite oligárquica venezolana manejaba para su uso y abuso y beneficio”, el canal 2 de TV, a renglón seguido el mismo Chávez ajusta: “Voy a valerme del pensamiento, de algunas de las ideas de ese gran pensador revolucionario italiano, Antonio Gramsci, para hacer una reflexión sobre el momento que estamos viviendo”. “Una verdadera crisis histórica ocurre cuando hay algo que está muriendo, pero no termina de morir y al mismo tiempo hay algo que está naciendo, pero tampoco termina de nacer”, señala.

La élite católica arremete contra nosotros, agrega para recordar que “la iglesia, los medios de comunicación, y el sistema escolar” son los focos que permiten la instalación de una cultura de dominación. De donde “hay que exorcizar a los diablos con sotanas”, es su conclusión, ya en 1999. Empuja una contracultura que desafía la moral y las virtudes patrias enraizadas, incluso desde los tiempos de la colonia. Ante el yerro del marxismo económico el imperativo es forzar la victoria del marxismo cultural, romper con la citada tradición, y relativizar hasta el extremo de su desaparición el valor estructurador de la sociedad y la familia.

Sin que nadie se escandalice ha lugar, así, al desmantelamiento de los símbolos y la profanación de los íconos históricos venezolanos: el nombre y los emblemas de la república, la relación con nuestros orígenes colombinos e hispanos –trastornada por las guerras de Independencia– y reivindicados, antes por el precursor, Francisco de Miranda, luego por el partero de nuestra nacionalidad, José Antonio Páez, a partir de 1830. Hasta la narrativa que refiere, sin complejos, la crueldad de los caribes frente a los arahuacos (como la crueldad satánica de los aztecas que explica Octavio Paz en su Laberinto de la soledad), se mistifica u oculta para absolutizar la perversidad de los exploradores y conquistadores españoles; en fin, para hacernos avergonzar de la savia greco-latina que le da talante milenario a lo hispano.

Sobre ese piso intelectual, el llamado “progresismo” –sucedáneo del socialismo del siglo XXI– toma senda ancha y disgrega la institucionalidad pública mediadora, conservadora de los intereses comunes, léase el Estado, que es neta creación occidental. Luego, apuntalando el manido derecho a la diferencia, fija divisiones políticas artificiales, nichos desnacionalizadores y predicadores de la intolerancia: feminismo, indigenismo, libertad sexual absoluta, tribus urbanas, supresión de la familia, relativización de creencias, fundamentalismos, satanización de quienes no admiten la “corrección política” o desempolvan partidas de fe religiosa para discernir entre el bien y la maldad.

En ese arrollamiento por la cultura antipatriota –relajadora de las leyes y virtudes de un pueblo que es libre como debe serlo y le obligan a ser solicito con su nación, en el decir de uno de nuestros padres fundadores, Miguel J. Sanz (1756/1814)– ahora vemos la última y ominosa escala para la demolición lo que somos: la diáspora, la desarticulación de nuestros núcleos familiares que se vuelven nomadismo como en los orígenes remotos y antes de que los adelantados venidos del Viejo Mundo nos reuniesen en repartimientos.

Conforme al devocionario en el que reza Chávez durante su agonía y recomienda a sus acólitos: Así habló Zaratustra… en suma Dios habría muerto. Todo vale en la lucha de todos contra todos, no más entre clases ni ideas. La xenofobia y el narco-negociado se hacen hábitos: son perturbaciones que anidan en todos los países que hoy soportan las migraciones animadas desde la Cuba de los Castro.

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