Un derecho adquirido es una facultad que suele consagrar un bien y que una vez que se obtiene ya no se puede afectar, ya no tiene vuelta atrás, para decirlo de manera sencilla. Se pensaba en América Latina que la consecución de la democracia política, y sus debidos connaturales, el camino que conduce al desarrollo económico con justicia social, podían apreciarse como derechos adquiridos. Una vez obtenidos, seguramente que después de largos años de inmensos esfuerzos, ya la democracia había llegado para quedarse. No exenta de fallas o muchas fallas, no carente de altibajos, no como remedio definitivo para las grandes crisis, pero sí como un sistema básico de libertades y oportunidades que ya no podría ser revertido. Una equivocación fatal…

Por diversas razones, pero el breve espacio de estas líneas me permite destacar al menos dos. Una, digamos que objetiva: la historia demuestra una y otra vez que no hay derechos adquiridos en materia de permanencia y perfectibilidad de la democracia. Cierto que hay algunas excepciones, y ello más bien confirma la regla general. La de América Latina no es una historia de línea ascendente en una perspectiva de progreso continuo. Nada que ver. Es una historia de marchas y contramarchas, en donde muchas veces las apariencias formales esconden realidades materiales que son contrarias y hasta contradictorias. Nosotros vivimos en un continente en el que «el Mito de Sísifo», o el culminar una obra para que luego esta se desmorone y se tenga que comenzar de nuevo, es una experiencia repetida, y con dramatismo y violencia, en casi toda la región.

Hay también una segunda razón, acaso subjetiva, que tiene que ver con el sentido de responsabilidad hacia la democracia, de los variados sectores políticos, sociales y económicos y culturales. Cuando la democracia se encuentra en sus pininos, y el objetivo es tratar de establecerla para luego consolidarla, muchos de estos sectores manifiestan un compromiso importante con el bien común, sobre todo entendido en su expresión de convivencia democrática. Pero cuando la democracia constitucional «parece» consolidada, ese compromiso con el bien común se debilita. El sentido de responsabilidad compartida, otro tanto. Afloran los conflictos y los incordios por doquier.

El país tiende a convertirse en un archipiélago de intereses que se enfrentan duramente entre sí, y si hablamos de un país con un Estado proporcionalmente poderoso al conjunto de la nación, entonces a ese Estado se le coloca en el banquillo de los acusados, se le enjuicia de manera implacable, se magnifican sus pasivos y se soslayan sus activos, y finalmente se le intenta llevar al paredón. Como es lógico, los enemigos sempiternos de la democracia no pueden estar más complacidos. Los beneficiarios de la democracia son los que hacen el trabajo de vituperarla y erosionarla, mientras ellos se preparan para hacer realidad su aspiración inveterada: tomar el poder y ejercerlo con despotismo y depredación, así sea utilizando instrumentos formales de la democracia, y así sea destruyendo a la democracia en nombre de una supuesta y verdadera democracia…

El caso de Venezuela, en este sentido, no tiene desperdicio. Y ese caso viene haciéndose presente en distintos países, con sus propias particularidades, pero, así mismo, continuando el patrón referido. Todo lo cual se ha vuelto más notorio y más lamentablemente en tiempos recientes. Pues no, la democracia no es un derecho adquirido. Es una realidad histórica que tiene que construirse cada día; que tiene que ser defendida cada día; que implica una disposición efectiva de solidaridad cada día. Eso debemos entenderlo, asumirlo y estar listos para aplicarlo, si queremos que haya un renacimiento de la democracia, condición indispensable para que haya un renacimiento del país: Venezuela, en el tema que más nos ocupa.

Si no podemos comprender algo tan simple, no podremos ni entender ni emprender iniciativas más complejas. Hubo una época, ya prácticamente olvidada y hasta distorsionada por algunos historiadores de renombre, en la que los venezolanos sí logramos asimilar y responder a este desafío. Después, nos fuimos olvidando de nuestros precedentes y de nuestras luchas. Más tarde nos transmutamos en críticos acérrimos de la democracia; repito, para complacencia de sus enemigos de siempre, y finalmente tanta irresponsabilidad, inclusive ufana irresponsabilidad, terminó contribuyendo a despeñar a Venezuela por un precipicio que parece no tener final. Pero sí lo tendrá. Y se tardará menos o más en llegar a ese final de la catástrofe para comenzar, de nuevo, a subir la cuesta, en la medida que sepamos que los derechos se conquistan, se mantienen y se despliegan, con una perseverancia a toda prueba.

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