Thomas Jefferson el 4 de marzo de 1801, en uno de los más memorables discursos inaugurales de la historia de Estados Unidos, apelaba a la unidad nacional luego de una elección presidencial signada por el antagonismo y la división social, incitando a la ciudadanía a igualarse alrededor de valores compartidos y ante todo aceptar la voz del pueblo. Recordará también el principio fundamental, según el cual la voluntad de la mayoría debe prevalecer en términos razonables; que las minorías poseen iguales derechos consagrados en las leyes y por tanto cualquier violación o exceso se traduciría en actos de inaceptable opresión. Volviendo la mirada sobre la recién concluida campaña electoral, Jefferson apuntaba que toda diferencia de opinión no necesariamente constituye disparidad de principios, por lo cual igualmente proponía la avenencia de los partidos: todos somos republicanos; todos somos federalistas, afirmaba con convicción. Aquel fue un emplazamiento a la reconciliación de los actores políticos organizados, un llamamiento sincero a reemprender el camino de la grandeza americana trazada en la Convención de Filadelfia de 1787.

Abraham Lincoln pronunciará 62 años después su célebre discurso de Gettysburg, volviendo la mirada sobre la gesta de los padres fundadores, quienes “…hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en libertad y consagrada en el principio de que todas las personas son creadas iguales…”. Breves palabras que resonaron con fuerza a través de la nación norteamericana y que se han proyectado a lo largo de la historia contemporánea de Occidente. Hoy más vigentes que nunca.

En esencia ambos discursos y momentos históricos se inscriben en una misma experiencia americana que ha alcanzado continuidad y firmeza en el tiempo, aquella que descubrió Alexis de Tocqueville al verificar el advenimiento de un inédito estado social en el nuevo mundo. La vida democrática afianzada en su más ferviente convicción: el amor a la libertad y el respeto a la dignidad humana. Comprende que la libertad en su plenitud, cimentada en la independencia y soberanía de la persona humana, solo prospera en la democracia como sistema de gobierno, aún amenazada por las sesgadas corrientes igualitarias de pensamiento y acción, como registra la historia. Y aquí surgirán variaciones sobre el mismo tema, esto es, las sociedades democráticas moderadas o aquellas devenidas en despotismo de nuevo cuño; de una democracia meramente formal, claramente diferenciada de la esencial que trasciende y se consolida en el tiempo.

Por ello dirá Tocqueville que el estado social se torna democrático, y el imperio de la democracia se establece en las instituciones y en las costumbres generalmente aceptadas. Concibe entonces una sociedad donde todos, asumiendo la ley como creación propia, la estiman y se someten a ella sin reparos; un estado de cosas donde la autoridad del gobierno será respetada indefectiblemente, no como designio divino, sino en tanto y en cuanto es genuina expresión de civilidad, de consenso ciudadano. Una organización social llamada a responder a los más profundos sentimientos y aspiraciones de los ciudadanos que la componen.

No deja de observar Tocqueville aquello que es propio de nuestra naturaleza humana, las renovadas tendencias y rasgos del despotismo, la aglomeración de hombres “iguales y semejantes” que giran sobre sí mismos, que rebuscan placeres ruines y vulgares con los cuales oscurecen sus almas; por ello la democracia requiere fuerzas vigilantes y sobre todo moderadoras de las humanas pasiones, algo que en Estados Unidos se ha visto representado en la independencia del Poder Judicial. Y es gracias a ello y a la separación de los poderes públicos, que los problemas de la democracia encontrarán solución en sí misma, en sus principios de libertad e igualdad, en el Estado de Derecho, resultando siempre robustecida ante la adversidad.

Conforme a esta línea de pensamiento, la democracia no es solo un sistema de gobierno mediante el cual las sociedades humanas se organizan, es igualmente una cultura, una ética, un modo de ser y de actuar en política. De allí la prevención que debe existir ante quienes aprovechados de inadvertencias, emprenden la subrepticia tarea de destruir la democracia desde dentro, de polarizar a la sociedad –divide et impera– tal como hemos observado en movimientos populistas de las últimas décadas en Hispanoamérica y Europa –la aparición de nuevas formas de despotismo, que han arruinado sociedades enteras y aún pretenden mantener dominio nefasto sobre sus coterráneos inermes–. Para evitarlos, es preciso un modelo de instrucción pública eficaz, que aleccione al ciudadano sobre los valores de la democracia y la convierta en causa común que sin duda exige sacrificios, al mismo tiempo que consagra derechos.

Tocqueville observó a las asociaciones que se formaban en prácticamente todas las áreas de actividad, convirtiéndose en baluarte de los gremios frente a posibles excesos de autoridad del gobierno en cualquiera de sus expresiones públicas. Una manifestación espontánea y eficaz de organización surgida en democracia como mecanismo idóneo para la protección de los derechos del ciudadano, cuando estos se vieren amenazados por la tiranía de las mayorías. Y termina instituyéndose en defensa de los valores de la democracia. Esta capacidad de organizarse los ciudadanos ha sido uno de los pilares de la democracia estadounidense.

El anterior recuento nos allana el camino hacia una mejor comprensión de los Estados Unidos de Norteamérica como modelo de democracia en el mundo, como sociedad que profesa un profundo amor a la libertad y un formidable respeto a la dignidad humana. Propiedades que enfatizaba el presidente Barack Obama en su discurso ante el féretro del senador John McCaine: algunos principios trascienden la política y algunos valores trascienden los partidos. McCaine como senador republicano se preocupó del gobierno, de la Constitución, del Estado de Derecho, de la separación de poderes, incluso de las reglas y procedimientos internos del Senado; comprendió que en Estados Unidos esas reglas, esas normas son las que mantienen cohesionada a la sociedad norteamericana, aun cuando existan desacuerdos entre fracciones políticas. Igualmente creyó en argumentaciones honestas y siempre se mostró dispuesto a escuchar y a valorar otros puntos de vista; comprendió que si se cae en el hábito de ocultar o manipular la verdad con fines políticos o en atención a la ortodoxia partidista, la democracia perdería fuerza, no funcionaría adecuadamente. Y así la lucha sin tregua por un mejor país no es solo responsabilidad de un puñado de hombres encumbrados en el poder, antes bien, es obligación que a todos concierne. Ello insertado en el principio de que todas las personas son creadas iguales; es lo que ha hecho de los Estados Unidos de América una gran nación.


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