Convencido como estoy de que los acontecimientos sociales, marcados por la violencia, ocurridos en América Latina desde hace unos días, tienen una estrecha relación con los objetivos e intereses del régimen ruso, resalté en mi artículo de la semana pasada aspectos fundamentales de la personalidad de Vladimir Putin y comencé un análisis sobre el actual sistema político ruso, una “democracia controlada” que concentra en el presidente de la República todos los poderes del Estado y limita el necesario equilibrio exigido entre ellos en una verdadera democracia. Expuse también que esa autocracia presidencial fue impuesta por Vladimir Putin al alcanzar el poder en el año 2000, como consecuencia del fracaso de la transición democrática iniciado en el año 1990 y el legado imperial que caracteriza la historia de Rusia. Ese proceso se realizó en dos etapas: la primera, que va desde el año 2000 hasta el conflicto de Ucrania y la anexión de Crimea en 2014; y la segunda, caracterizada por una fuerte depresión económica y permanentes acciones en el campo internacional.

La disolución de la Unión Soviética permitió que se dieran los primeros pasos para iniciar un proceso de transición a la democracia e integrar a Rusia a las instituciones y organismos multilaterales occidentales. Boris Yeltsin trató de realizar tan titánica tarea mediante cuatro complejas acciones: la transformación del imperio en un Estado-nación, la democratización del poder político, la creación de una sociedad de mercado y la búsqueda de un nuevo rol internacional para Rusia. Lamentablemente, fracasó. Su causa: la equivocada política aplicada por un grupo de jóvenes liberales, entre ellos  Yegor Gaidar, quien al ser nombrado ministro de Economía estableció un programa de ajuste económico mediante una política de choque que desregularizó los precios, privatizó las empresas estatales y estableció el libre mercado. Su inconveniente aplicación produjo: una inflación galopante que comprometió ahorros, salarios y pensiones, así como el colapso del amplio sector privado creado para reemplazar las empresas del Estado. Este grave fracaso comprometió la estabilidad del régimen de Yeltsin.

La autocracia de Vladimir Putin se consolidó, entre los años 2000 y 2005, al fortalecer la centralización del Estado. El eje de su reforma económica fue el rechazo al liberalismo y la utilización de una planificación estratégica controlada por el Estado. Putin definió el sistema político ruso como “el derecho de elegir la forma de gobierno que más se adecúa a sus condiciones locales en vez del estándar democrático universal”, pero fue Vlasdilav Surkov, su asesor hasta el año 2013, quien definió al Estado ruso como “una democracia soberana para subrayar su diferencia con la democracia liberal”. La profesora Mira Milosevich, investigadora principal del Instituto Elcano, sostiene que «este modelo ‘democrático’ es un ejemplo de Estado híbrido, que cumple las exigencias de una democracia formal, elecciones relativamente libres, sistema pluripartidista, libre mercado y teórica libertad de expresión, pero impide la consolidación de la democracia mediante instituciones ‘invisibles’ como el servicio secreto, el control de los medios de comunicación y la permisividad con la corrupción, y de este modo perpetúa el poder autoritario personalizado y el de las oligarquías económicas”.(¹)

Este sistema político limita progresivamente la libertad del ciudadano al comprometer, mediante una exagerada presencia del Estado, los valores fundamentales de una verdadera democracia: equilibrio de los poderes públicos, alternancia republicana obtenida mediante elecciones libres, libertad de expresión y existencia de una sociedad de mercado. En Rusia existen tres grupos de partidos: el partido oficialista, Rusia Unida, el cual mantiene actualmente una absoluta mayoría en el Parlamento; los partidos de la “oposición oficial”, validados y registrados por el organismo electoral; y la oposición no oficial, formada por numerosos movimientos políticos a los cuales no se les permite registrarse como partidos. Las organizaciones de la sociedad civil son controladas a través de la Cámara Pública de la Federación Rusa. Las agencias extranjeras, fundamentalmente los centros culturales y los medios de comunicación, como la BBC y CNN, son hostigadas permanentemente. Para colmo existen graves acusaciones en contra de  Putin, hasta ahora no aclaradas, sobre el asesinato de adversarios políticos.

El gobierno de Putin disfrutó de una creciente popularidad cercana a 60 % entre los años 2000 y 2013, cuando comenzó un importante malestar social producto de un nuevo proceso inflacionario. La respuesta de Putin fue muy parecida a la de todo autócrata en dificultades: la conquista de la península de Crimea y una mayor presencia militar en la guerra de Siria. Estas acciones incrementaron su popularidad en 83%, pero el malestar social se mantuvo ante la imposibilidad de superar la crisis económica. Esta realidad lo llevó a generar un impactante mensaje, destinado a incentivar el sentimiento nacionalista del pueblo ruso, en el cual se establecía que Occidente es el enemigo fundamental de Rusia y que las sanciones impuestas por Estados Unidos y Europa, ante la toma de la península de Crimea, son la causa de la crisis económica. La materialización de esa estrategia la observamos en el empleo de la fuerza militar convencional y en acciones de guerra asimétrica que buscan recuperar las supuestas zonas de influencia de Rusia. De allí que no debe sorprender a mis lectores la reciente visita a Cuba del primer ministro ruso, Dmitri Medvédev, ni las conversaciones entre Putin y Maduro. Tampoco las semejanzas entre los sistemas políticos imperantes en Rusia y Venezuela: regímenes totalitarios con un engañoso ropaje democrático.

[1] Mira Milosevich-Juaristi, el Sistema Político de Rusia

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