Las directrices y normas impartidas por nuestros maestros jesuitas del colegio San Ignacio de Loyola establecían claramente que las convicciones religiosas y la respuesta en la Fe no pueden imponerse a como dé lugar. La conciencia y disposiciones resultantes serán producto de un aprendizaje, de una costumbre y de una visión cristiana de la vida, naturalmente para quienes libremente hemos querido adoptar ese legado espiritual. En el colegio se nos dio una formación que pretende afianzar una sociedad sustentada en la equidad, en la que prevalezcan el respeto mutuo y las buenas costumbres. Se trata de una tarea que no termina, en tanto y en cuanto las sociedades evolucionan sin perder su esencia, y para ello se nos conmina asumir las responsabilidades que exige el desarrollo de una nación soberana desde los puntos de vista económico, social y cultural.

La experiencia venezolana nos infundió el republicanismo originario desde el Congreso Constituyente de 1811, expresado en la Constitución Federal promulgada el 21 de diciembre del mismo año, reiterado en 1830 y confirmado a lo largo de casi dos siglos transcurridos desde que nos hicimos Estado soberano e independiente. De tal manera, el pueblo de Venezuela, en el nombre de Dios Todopoderoso, haciendo buen uso de su soberanía y deseando establecer entre sus congéneres la mejor administración de justicia, el bien común y la tranquilidad interior, tanto como proveer a la defensa exterior, asegurar su libertad, afianzar a perpetuidad el goce de sus bienes y estrechar a sus pobladores en la más inalterable unión y sincera amistad, decidió organizar el Estado como República civil, cuya máxima autoridad iba a ser siempre elegida por los ciudadanos –salvo aquellos períodos en que lo hacía el parlamento–. Cabe destacar el propósito del constituyente de 1811, de preservar la doctrina religiosa cristiana, una invocación confesional reiterada en ordenamientos posteriores y que a lo largo del tiempo ha sido mayoritariamente acogida por sus naturales, como demuestran los hechos.

Una República civil y democrática es solo aquella en que la representación política e institucional de la nación se ha expresado luego de verificarse elecciones libres y limpias, gestionadas en el marco de la Constitución y leyes vigentes y preservando los derechos del pueblo organizado en sus diferentes manifestaciones. En definitiva se trata de un sistema que auspicia el diálogo constructivo entre actores políticos, líderes empresariales, organizaciones gremiales, representantes de la academia y de la sociedad civil y funcionarios de los gobiernos nacional, regional y municipal. Una realidad sociopolítica que nos invita a desechar prejuicios y apuntalar la confianza en las instituciones –la primera de ellas, la ley escrita y válidamente promulgada–.

Pero vayamos al desenvolvimiento de la democracia como forma de gobierno que, aún en las peores crisis económicas y sociales, ha sido capaz de sortear las dificultades e inequidades que aparecen de tiempo en tiempo en las comunidades humanas. Para ello, el sistema provee y amplía la consulta popular, asegurando la alternabilidad en el ejercicio de la función pública que de suyo funciona como salida política en determinadas circunstancias. Se trata de motivaciones a veces devenidas en ajustes y reformas institucionales beneficiosas para los ciudadanos.

Los trastornos humanitarios de los últimos tiempos han tenido mucho que ver con el autoritarismo y los abusos cometidos por tiranías modernas, sustentadas en nacionalismos despóticos y movimientos identitarios –en ellas suele prevalecer la intolerancia del partido único–. Las hambrunas han sido infrecuentes en naciones democráticas independientes, en las que se realizan elecciones periódicas y donde rivalizan ideas y alternativas políticas con absoluta libertad –los medios de prensa cumplen su papel de informar y sirven al importante propósito de crear opinión–. En paises dominados por grupos segregados de la sociedad nacional, prevalecen temporalmente quienes se mantienen aferrados al poder y no dan tregua a visiones alternativas. Son regímenes ayunos de ética democrática en el sentido expuesto por Asdrúbal Aguiar: “…Considerando que la ética, –doctrina de las virtudes y parte de la teoría de los valores–, es modalidad de lo humano, interpretación del hombre en sociedad y concepción estimativa de la realidad, la democracia es, también y en esencia, todo ética. Supone la interacción en sociedad del individuo hecho persona y la disposición mediadora de sus instituciones democráticas en la realización del bien común…”.

Para los venezolanos de buena voluntad, lo primordial traducido en propósito se contrae a preservar el pleno funcionamiento de la democracia como sistema de gobierno –y a restablecerlo cuando momentáneamente se hubiere perdido–. Una determinación moralmente deseable y enaltecedora para quienes se sienten libres e iguales ante la ley, a pesar de los excesos de quienes horadan los límites de la civilidad. La debilidad manifiesta en una sociedad subyugada por minorías arbitrarias, contrasta con la firme aspiración de alcanzar el bien común de las mayorías. A veces la pérdida de fuerza social se traduce en motivo de resignación impotente. Pero el ánimo –el propósito– de reinstaurar el orden público –la República civil y la democracia– siempre subyace y espera su momento oportuno. Al fin y al cabo, la democracia no necesita de la fuerza bruta para rehabilitarse y hacer valer sus principios y valores fundamentales.


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