En estos días que se habla tanto de Occidente quiero recordar la cuna y también el faro de nuestra gran directriz cultural y civilizatoria, que no es otra que la Grecia clásica. Se dice simplista y abusivamente que Occidente tiene su origen en la batalla de Maratón (490 a.C.), pues en esa decisiva batalla los griegos derrotaron a los persas, y con ello se salvó y pudo  expandirse la cultura griega, a costa del despotismo oriental representado por  los vencidos. Exageración, pues el mundo de los griegos fue abierto a diversas influencias, tal como nos lo muestra la Historia de Heródoto, un sabio con ojos grandes de lechuza lo imagino, que se admiraba, absorbía  y aprendía de todo lo que en sus largos viajes percibía.

A la Grecia clásica debemos las matemáticas, el saber filosófico, nuestras categorías éticas, la investigación científica, los cánones  estéticos de la escultura y la arquitectura, la medicina, el sobrecogedor mundo de la tragedia, y, para no seguir abundando, la invención de la política. Cierto que la religión hegemónica de Occidente vino de Oriente y no fue griega, me refiero al cristianismo, pero sus grandes construcciones filosóficas, representadas por San Agustín y Santo Tomás de Aquino, no se podrían entender sin su base platónica en San Agustín, y sin su base aristotélica en el caso del doctor Angélico.

En lo que se refiere a la política, disciplina a la que he dedicado con humildad mis estudios, el aporte de los griegos ha sido y sigue siendo fundamental. La democracia es una forma de gobierno genuinamente griega, y más particularmente ateniense. Sus  principios medulares siguen plenamente vigentes, ante todo porque democracia significa el gobierno del pueblo, y por cerca de 150 años, los griegos demostraron que bajo ella podían florecer los más nobles ideales que ha conocido el hombre. En efecto, dos conceptos intraducibles al castellano sostienen la idea de la democracia, sea la antigua, sea la moderna: la ”isegoria”, que podemos traducir como el derecho de todos de hablar en la asamblea, es decir el derecho de todos de participar en las decisiones políticas; y la “isonomia”, o principio de igualdad de los ciudadanos, independientemente de su nacimiento o posesión de bienes de fortuna. Resuenan emotivamente hoy al igual que ayer las palabras de la Oración Fúnebre de Pericles:

“La administración del Estado no está en manos de pocos, mas del pueblo, y por ello democracia es su nombre. En los asuntos privados todos tienen ante la ley iguales garantías, y es el prestigio particular de cada uno, no su adscripción a una clase, sino su mérito personal, lo que le permite el acceso a las magistraturas, como tampoco la pobreza de nadie, si es capaz de prestar un servicio a la patria, ni su oscura posición social, son para él obstáculo”.

Otro concepto clave de la política, tanto antigua como moderna, tiene en los griegos su creación: la ciudadanía, que en los griegos va unida a tres ideas centrales de plena vigencia, la igualdad, la libertad y el valor de la  participación. A ello deseo agregar que en la historia de Occidente, desde la antigüedad hasta nuestros días, el libro más influyente, el que suscitó más interés, el que sirvió de apoyo a variados argumentos de debate político e institucional, y además plenamente vigente, es obra de un griego que vivió en el siglo IV a.C, y que no es otro que Aristóteles y su obra monumental, la Política.

Deseo terminar esta corta disertación con una larga cita llena de merecimientos, escritas como palabras finales del hermoso libro de Edith Hamilton, El camino de los griegos, pues interpreta lo que quiero trasmitir en admiración al pueblo griego, y de manera particular a su ciudad faro de luz y sabiduría por excelencia, Atenas:

“Durante cien años, Atenas fue una ciudad en la que las grandes fuerzas espirituales que había en la mente de los hombres fluyeron juntas en paz; la ley y la libertad, la verdad y la religión, la belleza y la bondad, lo objetivo y lo subjetivo: hubo una tregua en su eterna guerra, y sus resultados fueron el equilibrio y la claridad, la armonía y la plenitud, lo que ha llegado a representar la palabra griego. Vieron ambos lados de la paradoja de la verdad, sin dar predominio a ninguno de ellos, y en todo el arte griego hay una ausencia de lucha, un poder reconciliador, algo apacible y sereno que el mundo no ha vuelto a ver desde entonces».

 

 


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