A lo largo del tiempo se ha visto cómo las civilizaciones que han alcanzado los más altos grados de progreso han dejado su legado, entre otras maneras, a través de sus grandes construcciones. Entre los casos más emblemáticos están el imperio egipcio, con sus grandes pirámides; el imperio chino, con su gran muralla; el imperio romano con acueductos como el de Segovia o anfiteatros como el Coliseo de Roma; y así muchas otras.

En nuestros tiempos, los países más desarrollados se enorgullecen de sus grandes obras modernas, como es el caso de Estados Unidos con sus grandes rascacielos como o con sus enormes autopistas y sistemas de comunicación; Alemania, con servicios de primera como la electricidad, agua y recolección de desechos; China con sus trenes de gran velocidad y sus nuevas construcciones a todo nivel, y así todos los países que se llaman del primer mundo gozan de grandes infraestructuras que no paran de crecer para satisfacer las crecientes demandas de sus ciudadanos.

Los sistemas de salud, de educación, de transporte y de distintos servicios públicos se mantienen y se renuevan constantemente. Da gusto entrar a una escuela o a un hospital en un país europeo, o montarse en un vehículo de transporte público.

No basta solo con invertir todo el capital para construir una gran obra, se debe garantizar su sostenibilidad y con ello su correcto mantenimiento para poder cuidarla y alargar su vida útil.

Los países modernos se han dado cuenta de que mantener sus grandes obras, bien sean heredadas de sus antepasados, como es el caso de la Muralla China para los chinos, o bien sean construcciones modernas como el puente Golden Gate de San Francisco;  les resulta hasta un gran negocio, puesto que generan grandes cantidades de empleo, y porque, si se saben manejar bien, se convierten en atracciones turísticas que atraen a personas de todas partes del mundo.

Hay otros países que también realizaron grandes obras y por medio de ellas deseaban mostrar al mundo su grandeza. Sin embargo, esas obras terminaban siendo grandes elefantes blancos ya que no existía una planificación y una inversión destinada al mantenimiento de las mismas. Quizás los mejores ejemplos de esto fueron los países soviéticos o incluso algunos países latinoamericanos.

En Venezuela no tuvimos grandes obras heredadas de civilizaciones pasadas que habitaron estás tierras, a excepción de algunos castillos que sirvieron de fortalezas en la época colonial española. Pocos de esos castillos se han aprovechado desde el punto de vista turístico y patrimonial. Las demás obras de importancia han sido construidas en el último siglo, pero han llegado a nuestros días totalmente deterioradas o destruidas por la falta de mantenimiento.

Sin duda alguna, da tristeza el estado de deterioro y abandono de obras de infraestructura como el complejo de Parque Central, el Teresa Carreño, la sede en Caracas de la Universidad Central de Venezuela, el complejo de las Torres del Silencio, la plaza Bolívar de Maracay, la represa del Guri, la autopista Caracas-La Guaria, el puente sobre el lago de Maracaibo, la infraestructura petrolera, las industrias básicas de Guayana, la industria eléctrica o del agua, y montones de autopistas, carreteras, calles, hospitales y escuelas, plazas y espacios públicos a lo largo y ancho del territorio nacional. Es increíble la indolencia e incapacidad que ha habido en nuestras instituciones que han dejado perder nuestras principales obras.

En los últimos años no solo no se cuidaron las obras que teníamos heredadas de gobiernos anteriores, sino que prácticamente no se hizo nada nuevo. Lo que tenemos es un catálogo impresionante de obras inconclusas como trenes, metros, autopistas, puertos, hospitales, escuelas, entre otras, que quedaron en el total abandono antes de ser siquiera inauguradas.

En realidad, el país se quedó atrás. El que tuvo una vez la infraestructura más moderna y mejor construida del continente, ahora tiene un rezago de por lo menos 30 o 40 años en comparación con los vecinos de nuestra región. El trabajo que hay por delante para recuperar lo perdido es de proporciones casi bíblicas, pero hay que hacerlo.

El problema es a veces hasta cultural. Las cosas que tenemos debemos cuidarlas. Cuidar es una inversión, no un gasto. Esta no es una inversión que le corresponde sólo al Estado, nos corresponde a todos los ciudadanos, pero el Estado debe garantizar que los recursos lleguen a donde tiene que llegar.

Es impresionante ver en los presupuestos públicos los irrisorios fondos destinados al mantenimiento y reparaciones de obras sin contar que muchas veces estos recursos son utilizados para realizar negocios individuales y alejados de la ética. No sirve de nada hacer más obras de infraestructura si no se ha tomado consciencia del mantenimiento que requieren dichas obras.

Probablemente los casos en el que mejor podemos entender el drama de nuestra infraestructura es en el tema eléctrico y el agua. En este país ambos servicios básicos estaban a la vanguardia hace 40 años, hoy son un caos. Y son un caos por un sistema que no funciona, en el que el Estado pretendió subsidiar casi por completo estos servicios, pero además, durante años no hizo las inversiones, el mantenimeinto y las actualizaciones necesarias para que esos sistemas puedan funcionar hoy correctamente.

Nuestro país debe emprender de manera urgente un gran plan de recuperación de toda nuestra infraestructura. Esta es una inversión necesaria que generará millones de empleos, dinamizará nuestra economía y beneficiará a millones de personas al tener una red que nos permita brindar servicios de calidad a las personas. Incorporar al sector privado en esta tarea es fundamental para hacerla viable y sostenible en el tiempo.


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