Jayro Bustamante deslumbró con su ópera prima Ixacnul, siendo considerado uno de los portentos del nuevo cine guatemalteco.

De a poco, la industria centroamericana ha logrado un desarrollo admirable, en cuestión de una década, descubriendo a una generación de relevo que compite con el resto del mundo, sin depender del hilo umbilical mexicano, el centro de producción más importante de la región.

De Costa Rica, por ejemplo, reportamos el caso de Jurgen Ureña, por sus vínculos con Venezuela durante la posproducción de sus filmes.

Pude conocerlo y entrevistarlo gracias al enlace del amigo Francisco Toro, quien trabajó con él en su segunda cinta de ficción, Abrázame como antes.

El realizador tico se mostró como un ser humano de su tiempo, empático, conocedor de la historia del séptimo arte, apasionado de su oficio, preocupado por las situaciones complejas del continente.

Del mismo modo,  Jayro Bustamante pertenece a una vanguardia de creadores que estudian las grietas y heridas de sus naciones, con ojos de cronistas duros e implacables.

A la distancia, me recuerdan a los baluartes de la industria venezolana, los que supieron relatar a la Caracas violenta y fragmentada desde los años cincuenta, cuando la pantalla ofrecía respuestas disidentes a las problemáticas sociales y políticas, a través de títulos resonantes como La escalinata, La Quema de Judas, La boda, Oriana, Sicario y Huelepega, de la extrañada Elia Schneider, una aguda relatora de la crisis nacional.

Al respecto hemos notado una continuidad temática en el milenio, por medio de filmes recientes como La familia, El Amparo, Jazmines en Lídice, Está todo bien y La soledad, donde se remodelan los ecos de la era dorada, asumiendo lecturas comprometidas sobre el lienzo de la depresión.

Sin embargo, la propia circunstancia impide la comunicación con el gran público, tal como fue costumbre en los setenta y ochenta.

Incluso en los noventa y a principios del siglo XXI, las piezas venezolanas compitieron en la taquilla. Ahora entran y salen de la cartelera ante la perplejidad de críticos y espectadores que apenas pueden costear los boletos semanales del transporte y los mínimos abastecimientos de comida.

Llegamos al punto cubano de Guillermo Cabrera Infante, cuando la mamá le preguntaba si prefería pagar por el cine o por la sardina.

Hoy el pescado se aleja como opción del consumidor, que tampoco alcanza a ganar los 70 dólares que cuesta cubrir el Festival de cine venezolano.

Tenemos entonces una situación inédita en lo económico, que ha incrementado la brecha, dejando a la cultura audiovisual en el centro de una burbuja pinchada.

Nadie quiere ceder un centímetro, todos protegen y defienden sus intereses, perdiendo la noción de grupo. Una pena que ocurra en la cuarentena, al momento de apreciarse los gestos de solidaridad.

Por lo visto, el Festival de cine venezolano solo busca contar con las personas que lo paguen y lo halaguen. Menos de 100 boletos en una semana.

De guatepeor pasamos a Guatemala, notificando el estreno de La Llorona de Jayro Bustamante, un largometraje dedicado a las víctimas del genocidio étnico de centroamérica.

El protagonista es el clásico dictador con bigote y actitud arrogante, que asiste a un juicio por delitos de lesa humanidad.

Por nuestra cultura de la impunidad, el tirano queda en libertad al acecho de fantasmas, pesadillas y descontroles.

Alrededor de su casa distinguimos una protesta pacífica de mártires y torturados, de familias de desaparecidos que claman por la rectificación de los tribunales.

Las imágenes rememoran las marchas de la oposición, las vigilias que hicimos por los caídos de 2017.

Recomiendo, a propósito de recuperar la memoria, el documental de Neomar dirigido por el colega Carlos Caridad, objeto de censura y ocultamiento. Deberían proyectar su serie Selfiementary en un festival serio.

La Llorona es una obra maestra, una cinta que toma el género del terror psicológico para refrescarlo con la esencia del realismo mágico de autores como el Gabo y Vargas Llosa. Una película del otoño de un patriarca que deambula como coronel en su laberinto, al asedio de una fiesta del chivo, de una venganza del aquelarre, de la parte del diablo.

El karma de los asesinatos de madres y niños aborígenes, a cargo del personaje principal, lo convierten en presa de sus delirios, de sus trastornos.

El sujeto sufre de demencia senil y es un verdugo decadente, atendido por mucamas indias que lo increpan y desafían en sus sueños.

El confinamiento domiciliario hunde al caudillo en una piscina de sangre y sapos. Una niña aborigen detona el cuadro mental del esquizofrénico militar. La esposa del general también cobra su revancha moral. La hija carga con el mea culpa.

La simbología es copiosa y alucinante. El final resume una brutalidad, una visceralidad que resignifica los códigos del espanto en Latam.

Jayro Bustamante no está solo. Acompaña el dolor de los que vivimos en regímenes de oprobio. Dialoga con sus pares venezolanos, como Flavio Pedota, el creador de Infección que interpretó la plaga socialista como un castigo bíblico de una epidemia de zombies.

La Llorona no debe confundirse con la adaptación anglosajona del mito. Se trata de una propuesta de habla hispana que vuelve a plantear el dilema de la civilización versus la barbarie, en el seno de un territorio que no ha cerrado sus ciclos de tragedia, de conflicto civil.

Al chavismo le saldrán sus lloronas en el futuro inmediato.


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