“Las personas sabias prefieren beneficiarse de la crítica constructiva

en lugar de ser arruinadas por el elogio falso”.

Shiv Khera 

Quizá sea una extraña tradición latinoamericana la que nos hace tomar las críticas como algo negativo, como un ataque personal, como una agresión. Esto es particularmente evidente cuando hablamos de coyunturas políticas parecidas a la que vive Venezuela, país en el que la autocracia reinante convirtió la crítica en la primera causa de persecución, hostigamiento y presidio. Para esta casta perversa y arrogante, criticar o disentir es sinónimo de deslealtad y traición, por lo que se esfuerza en prohibir la exposición de críticas o de opiniones discrepantes, y quien lo haga sabe que se expone a severas represalias.

La madurez de una democracia depende de su capacidad para escuchar y recibir opciones divergentes. En las democracias verdaderas se entiende que cada expresión proveniente de ciudadanos críticos siempre ayuda a su fortalecimiento. En este panorama destacan las críticas relacionadas con asuntos de interés público y que fomentan el debate. La participación ciudadana en la gestión pública se hace efectiva entre otras formas a través de la denuncia, la crítica y los emplazamientos. Eso es lo que propicia la transparencia en las actividades del Estado y la responsabilidad de los funcionarios en su gestión. Es lo que nos permite, aspecto vital para la salud de una democracia, que la ciudadanía se entere de hechos que comprometen la pulcritud de la gestión, algo en lo que todo gobernante debería estar especialmente interesado, a menos, claro está, que ese gobernante sea un corrupto o un criminal.

Las opiniones divergentes no son ataques. Son una de las formas de contraloría social que los regímenes democráticos han creado para asegurar que todos nos mantenemos apegados a las normas y a las mejores prácticas. Quien no esté dispuesto a someterse al escrutinio permanente y severo de los ciudadanos, no debería interesarse por el quehacer político. Un funcionario electo por el voto popular, no es un déspota autorizado a hacer lo que le venga en gana. Es un servidor público. Y, debido a ello, está sujeto a la permanente revisión y observación de su desempeño. Ese es el acuerdo ciudadano que existe en una democracia. Ser electo es un compromiso con el pueblo, no una patente de corso.

Quienes creen que el camino correcto es la intolerancia, la persecución y el absolutismo, saben poco de democracia y como han escrito abundantemente los psicólogos, los arrogantes esconden complejos de inferioridad y un muy bajo concepto de sí mismos. Es por ello que son tan intolerantes. Su inseguridad por sentirse inferiores los empuja hasta esos niveles de autosuficiencia, y allí se encierran. Evadir la confrontación de visiones y pretender que prevalezca solo lo acordado por un grupo minoritario, sin escuchar otras voces críticas que también luchan por la democracia del país, además de insensato, es muy contraproducente. La unidad que algunos pregonan como necesaria para organizar una alternativa política que acabe con la tragedia que vive Venezuela, no puede ser planteada como un coto de caza privado al que solo tienen acceso unos pocos. La unidad no es un objetivo en sí mismo, la unidad es el resultado de haber definido un espacio de encuentro en el que han sido admitidas todas las voces que tienen algo que decir o una contribución que hacer en la lucha que debemos sacar adelante. La unidad es el fruto de una actuación incluyente, amplia, diversa. No es que nos unimos unos cuantos y ya existe la unidad. Eso no funciona así, y quien piense de un modo diferente, poco tiene que hacer en el panorama político venezolano.

En una democracia, las minorías no son ciudadanos vencidos, y la mayoría no es un dictador todopoderoso. Son expresiones de la diversidad y su fomento enriquece la sociedad. Dicen que la democracia es el gobierno de la mayoría, lo cual supone entonces que existe una minoría que también debe respetarse. La mayoría no puede ni debe aplastar a la minoría, porque en democracia lo que justamente hacemos es permitir que la existencia de las minorías no signifique su aniquilación. Escuchar esas voces, estimular sus opiniones y respetar a quienes las comparten es lo que enriquece el comportamiento democrático de una sociedad. Y ha de ser el norte de todo demócrata, si quiere realmente ser reconocido como tal.

Por eso los constantes ataques, atropellos o señalamientos infundados, lanzados contra toda voz divergente, en nada favorecen el debate ni las metas que nos corresponde alcanzar. Soy de las que piensan que las posturas se defienden con argumentos sólidos y razonados, no lanzando ataques autodefensivos, insultos o descalificaciones. Aceptar las alertas mejora las propuestas y las metas que compartimos. Lamentablemente desde hace tiempo nos encontramos con quienes buscan destruir a su oponente o compañeros aunque eso implique llevarse por delante a todo el país. Convertir aliados en enemigos o en adversarios no es precisamente el camino más fecundo para construir la unidad, las alianzas y la cooperación que se necesitan para convertir el desaliento y el descontento ciudadano en la fuerza cívica que acabe definitivamente con la autocracia en Venezuela.

Esta es la realidad del país ahora: ser autocríticos y escuchar las críticas, reconstruir el tejido político, fortalecer el papel del ciudadano en el proceso de cambio, aumentar la conciencia y la comprensión del voto como instrumento de poder, incrementar el compromiso con la democracia y la institucionalidad, restaurar la conexión de los partidos políticos con la gente y con sus ideales, convertir el descontento en fuerza electoral y en energía social movilizadora. Esa es la tarea necesaria, si se hace bien, haremos triunfar la democracia. Si no lo hacemos, estaríamos condenando al país a muchos años más de tragedia, pobreza y decadencia.


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