Personal del equipo de mantenimiento repara parte de los daños en los predios del Congreso Nacional de Brasil | Foto: Waldemir Barreto/Agência Senado de Brasilia (CC BY 2.0 / Wikimedia Commons)

Por Carlos Malamud y Rogelio Núñez Castellano

La crisis contra las instituciones democráticas desatada por los seguidores del expresidente Jair Bolsonaro fue la crónica de un asalto anunciado a la democracia brasileña. En efecto, las hordas bolsonaristas invadieron el Congreso Nacional, el Palacio de Planalto y el Supremo Tribunal Federal en Brasilia, dejando tras su paso un reguero de odio y destrucción. Esta crisis, de una gravedad inusual y que puede contemplarse desde la doble perspectiva brasileña y hemisférica, no viene de ahora ni se gestó en las últimas semanas.

Bolsonaro, siguiendo la estela de Donald Trump y con la hoja de ruta de Steve Bannon, se pasó más de un año sembrando dudas acerca de la fiabilidad del sistema electoral brasileño, especialmente del funcionamiento de las máquinas de votación electrónicas. Posteriormente, desconoció los resultados de la elección que ganó Lula da Silva y, recordando no sólo a Trump sino también a Cristina Fernández de Kirchner, se negó a asistir al cambio de mando de su sucesor. A lo largo de diciembre pasado se sumió en un silencio cómplice respecto a los “campamentos” instalados por sus seguidores más radicalizados en todo el país, especialmente frente a los cuarteles militares, con la intención de propiciar una intervención castrense que abortara la transición política. Su aislamiento en sus últimos meses en el poder evitó que desencadenara su propio “asalto al Capitolio” en noviembre o diciembre, cuando muchos de sus aliados y seguidores le fueron abandonando y encima sus propuestas golpistas no tuvieron el eco suficiente en las Fuerzas Armadas.

Lo ocurrido el domingo 8 de enero en Brasil ha sido la última crisis en una región convulsa. Como en 2019 y en escasos cinco meses, América Latina ha dado renovadas señales de afrontar una nueva espiral de ingobernabilidad. El atentado frustrado (septiembre) contra Cristina Fernández de Kirchner mostró la tensión que cruza a la sociedad argentina, fracturada por la “grieta” que divide a kirchneristas de antikirchneristas. En Bolivia se vivió durante más de un mes (octubre-noviembre) una huelga que paralizó el corazón económico del país y renovó la pugna entre el gobierno central en manos del MAS (que asiste a una pelea descarnada entre dos “compañeros de partido”, Evo Morales y el presidente Luis Arce) y el gobierno del departamento de Santa Cruz, máxima expresión del antievitismo. El año 2022 acabó con el intento de autogolpe en Perú impulsado por el expresidente Pedro Castillo, haciendo patente la crisis institucional que se vive desde 2016: seis gobiernos en seis años.

La crisis en Brasil: fortalezas y debilidades de su democracia

En medio de esta coyuntura, lo ocurrido en Brasil no es sino un capítulo más de un fenómeno de amplitud regional (e incluso global): democracias acosadas por populismos de derecha e izquierda con sus agendas iliberales y antidemocráticas. El asalto a las instituciones democráticas brasileñas, al más puro estilo trumpista, es un indicio de que América Latina ha vuelto a entrar en una dinámica de crisis de gobernabilidad. Sin embargo, y de momento, esas democracias, pese a sus debilidades, han mostrado su capacidad de reacción. En Perú fracasó el autogolpe y Castillo fue detenido. Y en Brasil el bolsonarismo descarriló en su empeño de provocar el caos e impulsar un golpe militar para acabar con la presidencia de Lula.

En una primera evaluación se podría decir que el nuevo gobierno de Lula saldrá reforzado de esta crisis, mientras que el bolsonarismo se ve crecientemente aislado en la política brasileña. Bolsonaro se ha desmarcado tímidamente de los hechos y su partido (el Liberal) los ha rechazado. La mayoría de los antiguos aliados de Bolsonaro –salvo excepciones, como el líder evangélico Silas Malafaia– han comenzado a alejarse. Otros líderes neopentecostales (Marcos Feliciano), por el contrario, han criticado el asalto a Planalto (palacio presidencial), al Tribunal Supremo Federal y al Parlamento.

Lula no solo ha sido arropado por los gobiernos extranjeros sino también por la institucionalidad brasileña e incluso por adversarios que hasta hace poco militaban en el bando bolsonarista, como el gobernador de São Paulo Tarsício de Freitas. La prensa, de manera casi unánime, ha presentado a los manifestantes como golpistas y terroristas. El desafío radical debería servir para cohesionar al gobierno de coalición de Lula y para poder acabar con una situación ambigua donde el gobierno se vio en algunas ocasiones con las manos atadas. Así, por ejemplo, a instancias del ministro de Defensa, José Múcio, no se atrevió a utilizar las herramientas democráticas para desmontar los campamentos bolsonaristas, convertidos desde hace semanas en centros conspirativos desde los que se preparaban atentados y se pedía la intervención militar.

La gestión de la crisis ha mostrado divisiones en la amplia y heterogénea coalición de gobierno. Mientras algunos ministros (como Flávio Dino, Justicia) pedían una decidida intervención contra los más de 20 campamentos bolsonaristas instalados en el país, otros (Múcio, Defensa) optaban por la prudencia y que fuera el tiempo quien acabara con el problema. Esa moderación, leída por los grupos más radicales como debilidad, los llevó a escenificar su propio “asalto al Capitolio” y a enterrar una cierta moderación. Finalmente, Lula decretó la tarde del domingo la intervención federal al gobierno de Brasil. El magistrado Alexandre de Moraes, del STF, ordenó el lunes 9 “el desalojo y la disolución total”, en un plazo de 24 horas, de todos los campamentos bolsonaristas a lo largo y ancho de Brasil. Moraes añadió que los manifestantes deberán ser detenidos por actos terroristas, incluidos los preparatorios, asociación para delinquir, abolición violenta del Estado democrático de Derecho, golpe de Estado, amenaza, persecución e incitación al delito. Las más de 1.500 detenciones realizadas en la jornada del lunes son muestra de la determinación de las autoridades por cortar de raíz estas amenazas. Otra cosa es si lo lograrán de un modo definitivo a la vista de las profundas raíces del bolsonarismo y de sus ramificaciones evangélicas y militares.

El gobierno de Lula puede salir finalmente reforzado tras haber impuesto su autoridad, pero lo ha hecho con algunas magulladuras. Hay sectores que han pecado, quizá de buena fe, de extrema prudencia (Múcio) y otros han coqueteado con el bolsonarismo. En algunos partidos que ahora apoyan a Lula subsisten sectores con un doble juego (como el MDB). Ha faltado lealtad institucional en el gobierno de Brasilia, donde el ex secretario de Seguridad Pública y ex ministro de Justicia de Bolsonaro, Anderson Torres, y el gobernador, Ibaneis Rocha, han sido compañeros de viaje –o han dejado hacer– al bolsonarismo radical, probablemente para impulsar su propia agenda. Hay instituciones, como la Policía Militar, con una cuestionable adhesión a la institucionalidad democrática. Finalmente, los servicios de inteligencia no han estado a la altura, si bien la Agencia Brasileña de Inteligencia (ABIN) avisó el sábado 7 del peligro inminente de saqueos y violencia.

Habrá que ver la dirección que pretende dar Lula a su gobierno. En este sentido, no hay que excluir un escenario de mayor dureza con los golpistas y sus cómplices, que incluya el relevo de toda la cúpula militar. Una conducta semejante podría poner en peligro la coalición que tan trabajosamente logró urdir el actual presidente, con el riesgo que sus planes de recuperación social queden amenazados gravemente, dada la clara minoría parlamentaria del PT. Por esto, es de prever una actitud más moderada por parte de la administración federal.

Las intenciones bolsonaristas y los indicios de lo que pretendían eran un secreto a voces, como se podía observar en las redes sociales. Por eso, Marco Aurélio Mello, ex magistrado del STF, se preguntaba: “¿dónde estuvo el Estado, que no previó esto y no tomó las acciones necesarias? Es algo impensable que el STF sea depredado, el Congreso Nacional… Esto es muy malo para la imagen del país. ¿Qué van a pensar los inversores extranjeros? Que es una república bananera”.

El bolsonarismo puede haber dado un paso en falso y hoy está más aislado que ayer. De los tres principales dirigentes que apoyaron la reelección de Bolsonaro, el presidente de la Cámara de Diputados Arthur Lira, el presidente del PL Valdemar Costa Neto y el ex ministro de la Casa Civil Ciro Nogueira, sólo el último no condenó los ataques. Sin embargo, el bolsonarismo, con actos como el del domingo, está construyendo un relato adecuado para proyectarse hacia las elecciones de 2026. Con esta movilización se buscaba mantener el movimiento y tensionar al rival (el gobierno de Lula y la institucionalidad democrática), dificultando la gobernabilidad para presentarse, como en 2018 y 2022, como la única alternativa viable frente a la izquierda.

Brasil bajo el síndrome de las democracias acosadas

La democracia mundial atraviesa un momento de crisis, lastrada por las dificultades económicas y el empeoramiento de las expectativas sociales. La institucionalidad democrática retrocede ante el avance de propuestas autoritarias, como muestra el IV informe de IDEA Internacional publicado en 2022. Según dice, la mitad de los gobiernos democráticos del mundo están en declive y los regímenes autoritarios aumentan su represión.

América Latina, y Brasil no es una excepción, vive una crisis integral (política-institucional y económico-social), que algunos autores califican de “policrisis”. No es tanto una transición (que implicaría transitar hacia un lugar), sino más bien un fin de época. Las consecuencias socioeconómicas de la pandemia y de la invasión rusa de Ucrania (con una mayor inflación) han profundizado los problemas y el malestar sociales acumulados. Malestar causado por el bajo crecimiento económico (inferior al 5% desde 2014, salvo 2021) que ha supuesto el aumento de la pobreza, de la pobreza extrema y de la desigualdad, desmoronando las expectativas de mejora personal e intergeneracional. La misma frustración social se vio en las protestas de 2019.

La crisis de 2019 se cerró en falso. Los confinamientos limitaron las posibilidades de nuevas protestas. El espejismo económico de 2021 (con su fuerte rebote tras la brusca caída del año anterior) alejó la posibilidad de nuevas crisis institucionales. El malestar se canalizó a través de los procesos electorales (nueve elecciones presidenciales en el trienio 2020-2022) y con el voto de castigo a los oficialismos, presentes en todos los comicios.

En 2023 los problemas no sólo no se han arreglado (la pobreza ha pasado entre 2019 y 2022 del 28% de media a más del 32%), sino que también se han exacerbado debido a una situación económica marcada por la inflación (en la mayoría de los países ronda el 10%) y un débil crecimiento. La región ha regresado a la nueva normalidad económica, con una baja expansión en 2022 (3%) –que será previsiblemente más pronunciada en 2023 (1,7%)–, colocando en apuros a las democracias latinoamericanas.

Por errores propios y circunstancias ajenas, la democracia en la región se ha deteriorado progresivamente desde su mejor momento (2006-2007) y todo indica que en 2023 va a continuar esa dinámica. Si en 15 años sólo Cuba era considerado un régimen autoritario, actualmente se han se sumado tres países: Nicaragua, Venezuela y Haití (este último un Estado fallido). Además, están la alarmante deriva autoritaria en países como El Salvador y la crisis de gobernabilidad e institucional en Perú. Hay también un progresivo aumento del apoyo a candidaturas situadas en los extremos del espectro político (desde Antauro Humala en Perú a José Antonio Kast en Chile, incluyendo al bolsonarismo en Brasil) y de mandatarios que eligen la crispación como forma de gobernar (Rodrigo Chaves en Costa Rica y López Obrador en México) y prosperan en contextos de fuerte fragmentación y polarización.

Conclusiones

Argentina, Bolivia, Perú y ahora Brasil representan un indicio de por dónde irá la región en el corto plazo: un contexto económico que impide que el viento sople de cola y una situación mundial que provoca mayor incertidumbre, dificultando la remisión de tensiones y contradicciones. Gobiernos débiles –con escaso respaldo ciudadano y político– que carecen de los asideros institucionales para reconstruir el pacto social y diseñar un nuevo modelo de desarrollo. Cuatro años después de 2019, la misma ciudadanía traduce su desafección votando a la oposición, a figuras de fuera del sistema, y lanzándose en brazos de proyectos iliberales (Bolsonaro en 2018 y Nayib Bukele en 2019).

Se produzcan donde se produzcan las futuras crisis en América Latina (la situación de Argentina es muy delicada), sus democracias han pasado de dar señales de “fatiga” –como apuntara Manuel Alcántara– a encontrarse acosadas y debilitadas. En Brasil la fatiga democrática se tradujo en el final de la bonanza económica, el impeachment a Dilma Rousseffla detención de Lula por el caso Lava Jato –que evidenciaba el alto grado de penetración de la corrupción durante los cuatro gobiernos del PT– y, finalmente, en la llegada al poder de Bolsonaro. Hoy, las señales no son tanto de fatiga sino de acoso a la institucionalidad democrática, con múltiples desafíos institucionales (ineficiencia estatal e institucional) y políticos ante la emergencia de alternativas no democráticas que no rehúyen la tentación golpista y que tienen en el malestar y la desafección ciudadanos su caldo de cultivo.

Los bolsonaristas buscaban el final abrupto del gobierno de Lula y de la democracia brasileña, o, en su defecto, condicionar la gestión lo máximo posible. Sin embargo, lo que ahora se abre, tras el fracaso de la asonada, es un período de incertidumbre y múltiples alternativas para Brasil. Todo se halla en ciernes, empezando por la forma en que Lula gestionará la crisis y cómo ésta afectará a los difíciles equilibrios en los que se sostiene su coalición de gobierno.

A corto plazo, y producto del triunfo de las fuerzas democráticas, no es previsible que haya cambios, aunque en el medio término el futuro de algunos ministros que salen debilitados (Múcio) no está nada claro, al igual que la relación con ciertos partidos que habían desarrollado en el pasado vínculos con el bolsonarismo (MDB, União Brasil…). Lula deberá hacer gala de su capacidad de transacción y pacto para seguir negociando con los diferentes actores sociales y políticos, cerrar heridas, asegurar la gobernabilidad y alejar desconfianzas.

En el magmático movimiento bolsonarista persisten también muchas dudas: parece difícil que Bolsonaro mantenga su liderazgo. Su comportamiento no ha sido el esperado en un líder carismático y mesiánico. Ha sido más bien el de un dirigente pusilánime, que ha preferido encerrarse en el palacio presidencial, según su antiguo vicepresidente, Hamilton Mourão, sumido en una depresión o huir al extranjero abandonando a sus seguidores (o utilizándolos como carne de cañón). Por ahora, el bolsonarismo no tiene otra carta que jugar que la del expresidente, si bien no faltan candidatos a sucederlo, como el gobernador de São Paulo, Tarsício de Freitas. Precisamente este último aspira a liderar al amplio conglomerado que representa la derecha brasileña para reconducirla hacia posiciones menos beligerantes y más acordes con la institucionalidad democrática.

Artículo publicado por Real Instituto Elcano


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