Es admitido que el marxismo-leninismo se basa en la lucha de clases. De ahí que resulta una paradoja que una ley socialista pretenda penalizar el odio, el cual, al ser un sentimiento y no un hecho objetivo, no puede ser criminalizado. Esto es lo que sucede con la denominada Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia “dictada” por la asamblea nacional constituyente que carece de facultades legislativas, puesto que, de ser legítima, su única facultad es elaborar la Constitución. En adición, esta ley no hacía falta porque para eso existen los delitos de difamación e injuria. Quien se sienta afectado por las afirmaciones de otro, dispone de las normas del Código Penal sobre estos delitos.

El objeto de la ley citada es: “Contribuir a generar las condiciones necesarias para promover y garantizar el reconocimiento de la diversidad, la tolerancia y el respeto recíproco, así como para prevenir y erradicar toda forma de odio, desprecio, hostigamiento, discriminación y violencia, a los fines de asegurar la efectiva vigencia de los derechos humanos, favorecer el desarrollo individual y colectivo de la persona, preservar la paz y la tranquilidad pública y proteger a la nación” (artículo 1). La infracción de este mandato puede constituir una falta, pero no un delito. Este texto se está utilizando para criminalizar la opinión y el lenguaje, cuando se estima que afecta la hipersensibilidad de la piel revolucionaria; todo esto al amparo de la división schmittiana amigo-enemigo.

El pensador alemán Carl Schmitt fue el creador de la disyuntiva amigo-enemigo como eje central del juego político. Schmitt puso su brillo intelectual al servicio del nazismo y, en parte de su vasta y variada obra, pretendió dar fundamento teórico a este régimen totalitario. Según esta tesis quien no es amigo es enemigo; y a este último hay que reducirlo y liquidarlo porque así lo exige la necesidad de la política. Estas categorías schmittianas, diseñadas inicialmente para darle base teórica al nazismo, han sido aplicadas por todos los regímenes de tendencias totalitarias. Esto constituye un ejemplo de lo que la pensadora Hannah Arendt llamó “banalidad del mal”.

En este contexto surge la criminalización de un sentimiento -el odio- para castigar a disidentes. Una metáfora o un chiste no puede constituir un delito de opinión para neutralizar y perseguir opositores. Cuando esto ocurre hay que hacer un estudio lingüístico del texto que pretende ser usado para sancionar a su autor. En este sentido afirmaba Jorge Luis Borges que “los lugares comunes corresponden a verdaderas afinidades entre las cosas, mientras que las metáforas se inventan, no corresponden a afinidades reales, no arbitrarias”. De acuerdo con esto, una metáfora, buena o mala, no constituye delito. No puede, entonces, desprenderse un delito cada que vez que el hablante se apoye en los recursos que la retórica le ofrece para expresar una opinión. De ser así, hasta los poetas estarían expuestos a ser sancionados. La poesía (como la narrativa) produce imágenes en la mente del lector, según la lectura de cada cual. Y esto no puede ser limitado por la aplicación de ninguna ley.

Pero hay algo más: ¿cómo hacen los jueces para definir jurídicamente el odio? Se trata de un concepto jurídico indeterminado que debe ser definido en cada caso por el juez. Valdría la pena conocer los mecanismos argumentativos usados para definir el odio que irradia el discurso opositor. Según María Moliner el odio es: “Sentimiento violento de repulsión hacia alguien, acompañado de deseo de causarle o de que le ocurra algún daño”. Como sentimiento no puede encajar en un tipo penal.

Para establecer que una frase ambigua o una metáfora constituye una expresión de odio significa, más bien, construir delitos lingüísticos. (En Venezuela tenemos un antecedente en el caso de Leopoldo López). Fundamentar supuestos llamados al odio sobre la base de lo lingüístico entraña una amenaza para todos los venezolanos que pueden verse enjuiciados por la manera como conjugan los verbos y usan los sustantivos, adverbios, adjetivos y preposiciones. Una coma mal puesta puede significar una pena privativa de libertad. Penalizar las metáforas, las metonimias, la ironía, la hipérbole, el humor y, sobre todo, la sintaxis es un riesgo del que no escapa nadie.

Por razones obvias, este asunto destaca la necesidad de que en las escuelas de Derecho se introduzcan los estudios relacionados con la lingüística. Y ello no solo para mejorar el lenguaje jurídico, sino para poner a los abogados en capacidad de poder defenderse ante una tendencia totalitaria de criminalizar la lengua y la retórica. De ahí que no es posible deducir -hay que insistir- un delito a partir de la utilización de los recursos retóricos de que se disponen en el discurso político. Parece que estamos en un capítulo inédito de la novela 1984 de George Orwell: la criminalización de los sentimientos y de la lingüística.


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