La comprensión que se tenga del pasado, presente y futuro del país, así como la práctica de los valores que hacen posible la sana convivencia entre semejantes –tolerancia, solidaridad, humildad, diafanidad, fraternidad, gratitud, compromiso, responsabilidad, entre otros–, favorecen la instauración de una conciencia nacional que determinará el comportamiento de los ciudadanos ante las vicisitudes planteadas por el devenir de los pueblos. La sociedad moderna evoluciona continuamente, cambia de aspecto y de tono, renueva sus preferencias, se hace cada vez más compleja e intrínsecamente conflictiva –los inevitables conflictos de intereses, que atañen al individuo y suelen poner a riesgo el bienestar general–. Precisamente por ello, la Conciencia Nacional juega un papel fundamental al momento de apuntalar la integridad de los ciudadanos responsables, los que hacen el bien y actúan correctamente en cualquier circunstancia sobrevenida.

Más allá de lo apuntado, la identidad nacional se desdobla en sentimiento de pertenencia a una sociedad histórico-cultural determinada, con sus dogmas de fe, usos y costumbres arraigadas, convicciones políticas y vanidades folklóricas que inciden sobre las personas y agrupaciones sociales interactuantes dentro del ámbito territorial, aunque también conciernen a la dinámica de las relaciones internacionales. Esto último tiene que ver con el modo en que fraguaron los nacionalismos del siglo XIX en los Estados-Nación europeos y americanos. Para algunos estudiosos, dejando a un lado los extremismos, se trata de una afinidad fundamental que termina por definir la esencia misma del individuo en relación con sus semejantes nacionales y extranjeros.

Circunscribiéndonos a la historia contemporánea, ¿quién podría negar las excelentes aptitudes del pueblo venezolano en momentos determinados de la vida política? Cuando ha contado con el compromiso y dirección de hombres virtuosos e ilustrados, el país ha seguido la senda republicana del progreso socioeconómico y del civilismo. Al hablarnos de las bases del nuevo país que aflora en 1936, Ramón J. Velásquez nos dice: “Tomando en cuenta la falta de experiencia, la carencia de equipos humanos, la pobreza de los recursos fiscales, las fuerzas negativas de la tradición, presentes y poderosas, y la ausencia de conciencia cívica en vastos sectores de la población, puede afirmarse que este período de la historia republicana es uno de los más fecundos en realizaciones, uno de los más importantes por la trascendencia de las reformas políticas, económicas y sociales implantadas. Se imponen estas reformas en un momento excepcional, cuando eran todavía poderosos y estaban intactos los intereses creados por el gomecismo y la opinión pública no había alcanzado un grado de conciencia suficiente como para que entendiera el valor de estas iniciativas y se dispusiera a defenderlas”. El país trascendió a las dificultades y la naciente democracia casi completa un decenio desafortunadamente inconcluso a causa de la impaciencia de una novicia dirigencia política y militar que decidió tomar el poder público mediante un golpe de Estado.

En 1958 se produce nuevamente un cambio político trascendental para la vida venezolana. Una dirigencia política, empresarial, laboral, militar, profesional y religiosa consustanciada con las realidades del momento y que había asimilado las severas lecciones del pasado, se compromete e impulsa una renovada experiencia democrática sustentada en alianzas y acuerdos que, con todos sus defectos y errores, llegó a ser motivo de admiración en el concierto de las naciones civilizadas. Defectos y errores que tenían solución dentro de la misma institucionalidad democrática, esto es, no eran necesarios los aspavientos revolucionarios que enmarañaron al país a vuelta de siglo.

En este contexto, es oportuno retomar el pensamiento cada vez más vigente de Mario Briceño Iragorry: “Venezuela, más que de acusaciones personales, está urgida de un ‘mea culpa’ colectivo. Hasta tanto no adoptemos una actitud humilde y serena frente a los problemas de la nación, no alcanzaremos la claridad requerida para entender nuestra propia función social. Se necesita abrir un proceso de sinceridad y de austeridad capaz de llevarnos a la salvación de nuestro destino histórico. Volviendo sin cesar sobre los grandes y sobre los pequeños problemas de la sociedad y enfrentándonos a ellos con sencillez, con reflexión, sin impaciencia, lograremos hacer de la propia evocación de nuestra historia una manera de espejo donde podamos ver con claridad, no ya los acontecimientos pasados, sino nuestro desfigurado rostro presente”.

La identidad nacional –basada en condiciones sociales, culturales y ante todo territoriales– resume elementos diversos y convicciones comunes a los ciudadanos, lo que no es óbice para la existencia de identidades individuales y colectivas que de suyo coexisten en una misma entidad jurisdiccional. Lo que no contribuye a la convivencia democrática es ese discurso esencialista, identitario con alguna figura mesiánica, incluso inalterable y que proviene de los fastos del autoritarismo y la partidocracia.

La salida de la crisis pasa forzosamente por ese “mea culpa” colectivo advertido por don Mario, también por el reconocimiento de nuestras capacidades para mejorar el desempeño de la administración pública; y esto lo decimos porque esas capacidades existen, solo que han sido marginadas por quienes –salvo honrosas excepciones– se empeñan en llenar los espacios con aquellos de quienes no puede esperarse rendimiento alguno. Ya basta de acusaciones muchas veces infundadas entre adalides de una muy menguada clase política. Es preciso revestirse de humildad ante los graves problemas que nos envuelven; ninguno individualmente considerado –esto vale para el régimen como para la oposición política–, tiene el monopolio de la verdad ni está exento de toda culpa, tampoco compendia las aptitudes indispensables para enjugar la crisis que padecemos. Urge reivindicar esa conciencia nacional llamada a colocar el interés público por encima de aquellas parcialidades políticas, empresariales y profesionales empeñadas en privilegiar sus propios intereses –los dirigentes que imponen su voluntad personal sobre los imprescindibles consensos, los agentes económicos que sugieren cohabitar con un sistema que ha derribado el bienestar colectivo–. El país hoy requiere más que nunca de unidad de acción; pero no solo de los actores políticos y sus agrupaciones –estén o no en ejercicio de funciones parlamentarias y de gobierno–, sino de todos y cada uno de los sectores de la vida nacional en torno a un objetivo que por su naturaleza y alcances debe ser compartido: reinstaurar la democracia, restablecer la República Civil y devolverle su dignidad histórica al pueblo venezolano.


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