Los venezolanos habíamos rezado durante muchos años para que llegara la beatificación del Dr. José Gregorio Hernández. Era un acto de justicia para la persona más conocida y querida de Venezuela en todos los tiempos. Era un reconocimiento al hombre que representa lo mejor del ser nacional, como ya lo había dicho el escritor Rómulo Gallegos en 1919: “No era un muerto a quien se llevaban a enterrar; era un ideal humano que pasaba en triunfo, electrizándonos los corazones. Puede asegurarse que en el pos del féretro del Dr. José Gregorio Hernández todos experimentamos el deseo de ser buenos”.

Esos sentimientos que inspiraba el Dr. Hernández crecieron con los años, en la medida que se conocía su vida y su obra. Se convirtió así en el modelo que puede inspirar lo mejor del venezolano. Y ahora, luego de esta fecha, crecerá más y más y logrará el mejor de sus milagros: una Venezuela amorosa, solidaria, trabajadora y honesta.

La profunda y extendida crisis que vivimos, agravada por la pandemia, no impidió que el pasado sábado 30 de abril se produjera la más grande expresión de fervor en todos los lugares de Venezuela y del exterior donde vive un venezolano. Lo que pudo haber sido la más grande muchedumbre que hubiera visto Caracas, se convirtió en la más extendida manifestación de fe vivida en toda la historia a lo largo y a lo ancho del país y en los lugares del mundo a donde haya ido a parar un venezolano, en el cual no hubo donde no se mostrara en la calle, por la puerta o la ventana, la imagen del beato con sus flores, y la familia reunida para seguir por diferentes medios de comunicación la solemne celebración que tuvo lugar en la pequeña iglesia San Juan Bautista del Colegio La Salle de la Colina, cercana a los lugares habituales del beato.

El acceso para las 150 personas que asistimos a la ceremonia debió cubrir un largo camino. La lista de los asistentes incluía a los obispos de las diferentes diócesis, una representación de religiosos y religiosas de algunas órdenes, personas vinculadas al proceso de beatificación, la niña Yaxury Solórzano Ortega, su mamá y el médico responsable del equipo que la operó y contribuyó a la documentación del milagro, la representación del Ejecutivo nacional y algunos otros entre los cuales estábamos algunos trujillanos, como invitados o porque hay varios obispos trujillanos. No quisiera estar en el lugar de las personas que tuvieron la responsabilidad de confeccionar la lista de invitados a este acto en el cual casi los 30 millones de venezolanos queríamos entrar.

Llegar a Caracas no fue fácil por la escasez de gasolina en el estado Trujillo y en el trayecto, las numerosas alcabalas y la tensión nerviosa que generaba el ansia de llegar seguro, para este acto tan esperado. Las estampitas de José Gregorio que llevábamos abrían camino. A la media noche entramos a la capital. A las 10:00 de la mañana, en la sede de la Conferencia Episcopal, nos realizaron la prueba covid-19, y fue el primer grato encuentro con obispos, sacerdotes y religiosas que iban llegando. A las 4:00 de la tarde me avisan que hay que estar esa misma tarde, a las 3:00, en el estacionamiento del teleférico del Ávila para acreditar el vehículo, así entiendo que el nerviosismo no era sólo el mío. Allí nos chequean unos amables voluntarios, nos colocan una pulsera de identificación de color dorado, y nos dan una cartulina con la identificación del vehículo para entrar al estacionamiento, al cual es necesario llegar antes de las 7:30 de la mañana.

A las 5:30 de la madrugada toca levantarse sin casi poder dormir, pensando en el gran acontecimiento. El café de Biscucuy recién colado anima el cuerpo y luego del desayuno salimos hacia la estación del teleférico. La autopista Cota Mil está cerrada, mostramos el pase y nuestras identificaciones para poder continuar. Luego de estacionar el vehículo entramos para una nuevo chequeo y nos colocan otra pulsera, esta vez de color azul celeste. Ya están en el lugar los músicos y coralistas que acompañarán la ceremonia, los invitados y muchos funcionarios de seguridad. Un autobús nos acerca al colegio La Salle y entramos al recinto, donde todo está ya en orden. Unos jóvenes nos llevan a la banca donde está mi nombre, a razón de tres personas por banca. A mi lado está previsto que se siente Albe Pérez, la incansable coordinadora de la Comisión Nacional para la Beatificación, quien anda para aquí y para allá culminando detalles. A mi izquierda, en una silla, el presidente de la Academia Nacional de Medicina, uno de cuyos fundadores fue el Dr. Hernández Cisneros.

El período entre esa hora y el momento de la ceremonia fue de llamadas de atención de dos jóvenes soldados, una chica de apellido Hernández y un joven de apellido Canelones, más otro funcionario civil, por mis constantes movimientos a saludar a los amigos asistentes, o atender llamadas desde los medios de comunicación de Trujillo. Ellos son corteses, pero debo explicarles amablemente que este no es un acto del gobierno ni un evento castrense, de disciplina autoritaria, sino un evento cívico y religioso, muy emocionante, en el cual debemos atender las recomendaciones, sin extremos. Se acerca a saludarnos el cardenal Porras y establecemos una grata charla sobre los detalles del evento y su trascendencia. Luego viene el padre Luis Ugalde, el cardenal Urosa y, radiante, Albe Pérez y así llega el momento.

Minutos antes de iniciar la ceremonia, cuando apenas falta la entrada de los cardenales y el Nuncio Apostólico, el padre de La Salle que coordina el acto litúrgico pronuncia mi nombre desde el pódium: ¿Francisco González Cruz está en este lugar? y casi se me sale el corazón. ¿Qué pasará?, me pregunto, y levanto la mano, “Por favor venga hasta el altar mayor”. Dos sacerdotes se me acercan y me conducen. Allí el maestro de la ceremonia me informa que voy a leer parte de la oración de los fieles, y me pide que ensaye unos párrafos, lo hago y luego regreso a la banca acompañado de los dos sacerdotes, uno de ellos me indica que antes de la lectura vendrá a buscarme. Se me empieza a secar la boca.

Albe Pérez informa a los asistentes sobre algunas normas a seguir, y viene a sentarse a mi lado. Suena la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho y vocaliza la Schola Cantorum de Venezuela, con algunos cantantes invitados, el merengue “La Luz del Siervo de Dios” del compositor Francisco Pacheco, y se alegran todos los corazones. El coro dice:

“Nació en las tierras andinas

La luz del Siervo de Dios

La que en el pueblo ilumina

El alma y el corazón”

Entra la solemne procesión con los portadores de los sirios a cada lado del Crucifijo, seguido del diácono portando los Evangelios, los obispos concelebrantes, los cardenales Porras y Urosa y el Nuncio Apostólico de Su Santidad.

Luego de la monición de entrada y la antífona vuelve la música a retumbar en el sagrado recinto, con una danza zuliana del compositor Luis E. Galán “Es nuestro Dios”. A continuación se hace el acto penitencial y al terminar con la absolución del Cardenal, suena en ritmo de polo margariteño del compositor Albert Hernández el “Señor ten piedad”. Se inicia de inmediato el rito de la beatificación, con la solicitud por parte del cardenal Porras y del vicepostulador de la Causa, monseñor Tulio Ramírez Padilla, a quien preside la celebración, el nuncio apostólico monseñor Aldo Giordano, para que proceda a la beatificación del Siervo de Dios José Gregorio Hernández. A continuación monseñor Ramírez lee un breve relato de la vida del venerable para de inmediato el nuncio pronunciar las letras apostólicas que contienen la fórmula de beatificación:

“Acogiendo el deseo de nuestro hermano Baltazar Enrique Cardenal de la Santa Iglesia Romana Porras Cardozo, arzobispo metropolitano de Mérida Venezuela, administrador apostólico de Caracas, así como de muchos otros hermanos en el episcopado y de muchos fieles, después de haber recibido el parecer de la Congregación para la Causa de los Santos, con nuestra autorización apostólica concedemos que el venerable Siervo de Dios José Gregorio Hernández Cisneros, fiel laico, experto en la ciencia y excelente en la fe, que reconociendo en los enfermos el rostro sufriente del Señor como el Buen Samaritano, los socorrió con caridad evangélica curando sus heridas del cuerpo y del espíritu, de ahora en adelante sea declarado beato y que sea celebrado cada año, en los lugares y según las reglas establecidas, el 26 de octubre.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Suena la gaita zuliana de Renato Aguirre “José Gregorio”, cuyo coro-estribillo dice:

“Beato venerable,

tu excelso nombre recita.

Tu pueblo que necesita

tu amor inconmensurable

sabio varón memorable

danos de tu luz bendita.

Entre tanto se descubre la imagen del nuevo beato con la aureola. Es “El mosaico de Isnotú”, obra del muralista barquisimetano Luis Enrique Mogollón, cuyo original cuenta con más de 3.000 piezas de cristal y está en el Santuario de Isnotú, como una promesa del artista por diversos favores recibidos. De inmediato se realiza la procesión de la reliquia del Beato, se coloca en el altar hermosa y discretamente decorado, y el Nuncio lo inciensa. La concurrencia estalla en aplausos y vivas a José Gregorio.

Continúa la celebración eucarística, con piezas musicales venezolanas. El Gloria fue un merengue de Pedro A. Silva, el Aleluya una gaita zuliana compuesta por Albert Hernández. Se procede a la lectura del Santo Evangelio según San Mateo 25,31-46

“Cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron”.

El nuncio apostólico monseñor Aldo Giordano inicia la homilía disculpando al secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pietro Parolin, que deseaba venir a presidir el acto, pero no pudo hacerlo debido a la pandemia, y recordando los años que estuvo aquí como nuncio y recorrió toda Venezuela. Luego nos dio una grata sorpresa, casi tan aplaudida como en el momento de la beatificación, al anunciar que el papa Francisco tiene muchas ganas de visitar Venezuela. “Voy a transmitir al Papa este aplauso”, afirmó.

Vino la oración de los fieles y sor Lucía, de las Hermanas de los Pobres, ora por la iglesia y sus ministros; por Venezuela, para que encuentre el progreso por los caminos de libertad, justicia, diálogo y paz; para que la investigación y la atención médica se haga para todos y guiada por el bien común; y por los más necesitados y excluidos. Me corresponde leer la oración por el mundo universitario y por la Universidad Central de Venezuela donde se formó el Beato José Gregorio, para que se formen profesionales de alta factura académica y moral; para que superemos la pandemia y sea oportunidad para la unión, y para que el ejemplo de virtudes de José Gregorio sea una guía para la formación de nuestros niños y jóvenes.

La liturgia eucarística se inició con el vals “Este pan y este vino” de Albert Hernández. Luego de la consagración y las ofrendas, se procede al Prefacio de los Santos y se canta una tonada-fulía compuesta por Pedro A. Silva. Se inicia el rito de la comunión y se entona el Padre Nuestro en ritmo de gaita zuliana, compuesta por Alberto Grau. «El canto de la paz» fue un calipso compuesto por Luis E. Galián y el Cordero de Dios en “onda nueva” compuesto por Luis E. Galián. En la Antífona de la Comunión se cantan los versos de Lope de Vega “Temblando estaba de frío” en ritmo de bambuco compuesto por Miguel Astor. Seguidamente se entona el vals “Canción que cura” de Carlos Poletto y orquestada por Pedro Mauricio González.

Después de la comunión y un silencio para orar, el cardenal entrega a cada una de las diócesis de Venezuela un relicario con la reliquia del Beato José Gregorio Hernández mientras la orquesta toca “Elegía a José Gregorio”, merengue de Pedro Elías Gutiérrez, autor del “Alma Llanera”, tocada el día del entierro de José Gregorio.

Se imparte la bendición a los fieles y los Cantos de Salida son “¿Quién es José Gregorio?”, letra de Nacho Palacios, música de José Miguel Palacios y orquestación de Aarón Cabrera, y “Haz el Bien” de Horacio Blanco orquestada por Pedro Mauricio González y en las voces de todos los artistas invitados.

El diácono dice “Pueden ir en paz” y todos contestamos: “Demos gracias a Dios”. Desfilan hacia la salida los celebrantes, concelebrantes y los obispos con sus relicarios en alto. En la explanada suenan los joropos con el arpa, cuatro y maracas, y la voz de Cristóbal Giménez. La niña Yaxury se anima a cantar. Vienen los saludos, las fotografías, nos dan unos obsequios y nos despedimos.

Un detalle debo narrar. Regreso a casa de mi hijo Francisco Javier y vamos a comer algo en un restaurante criollo cercano. Luego de pagar la cuenta se acerca un señor con el mesonero que nos atendió y nos dice que allí son devotos de José Gregorio, que transmitieron a la clientela la ceremonia, y nos obsequia un jarro con la identificación del negocio y una hermosa imagen del beato.

Al otro día muy temprano regresamos a Valera, con las estampitas del nuevo beato ayudándonos a aliviar el camino. El próximo sábado 8 regresará José Gregorio a su tierra natal, en sus reliquias. Allí estaremos.

 


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