La caridad, esa actitud personal que nos impulsa a la solidaridad ante el sufrimiento ajeno, tiene también cabida en nuestra dimensión social y política. Antes de ahondar en ello, cabe destacar que, etimológicamente, este vocablo proviene del latín ‘caritas’ que significa “amor”; y de allí que la virtud cristiana de la caridad consista en el amor como relación con Dios y con el prójimo: a quienes, respectivamente, hemos de amar sobre todas las cosas y como a nosotros mismos.

En esencia, la caridad es tan amplia -infinita- como Dios mismo; porque, en su infinidad, “Dios es amor” (1 Jn. 4:8). Pero, como ocurre con todo objeto de comprensión humana, es natural que la concibamos dentro de las limitaciones propias de la razón, y bajo el influjo de nuestra herencia cultural; factores que han incidido para que la caridad sea comúnmente relacionada con dos datos específicos, a saber: la materialidad y la singularidad.

Por el dato de la materialidad, la caridad tiende a ser concebida como una dádiva concreta al necesitado, como el aporte de algo material de lo cual carece nuestro prójimo, y que nosotros podemos proveerle con nuestra ofrenda en dinero o en especie. Y, por su parte, la singularidad nos lleva a entender la caridad como la ayuda o acto de solidaridad para con una persona en específico, o hacia un grupo de personas perfectamente determinadas, a las cuales conocemos o podemos conocer  individualmente: una a una.

Al fusionarse ambas limitaciones conceptuales (materialidad y singularidad), salta a la vista la forma más emblemática de caridad: el socorrer y dar pan al necesitado que se encuentra frente a nosotros, aquél con el que nos topamos en el camino de la vida, y al que podemos mirar a los ojos; tal como queda perfectamente representado en la parábola del buen samaritano.

Pero ¿qué pasa cuando la cantidad de personas necesitadas es tan grande, que nos resulta imposible encontrarnos cara a cara con cada una de ellas? Y, asimismo, ¿qué hay de aquellos casos en que las necesidades de esas personas, más que materiales, son espirituales, morales, y hasta cívicas?

Las respuestas a ambas interrogantes se encuentran en la multiforme manifestabilidad de la caridad; por la cual ésta puede -y debe- ir mucho más allá de las dos limitaciones referidas. El amor -que es infinito como infinito es Dios- en la experiencia humana constituye una virtud y un valor fundamental, que hemos de practicar en todas las dimensiones de nuestra vida. Y es así como, por la acción caritativa del hombre y del ciudadano, el amor y la solidaridad han de desbordar con creces nuestra dimensión personal, que es aquella en la que sostenemos relaciones marcadas por la singularidad y por la proximidad con el otro.

De esta manera, la caridad ha de alcanzar los predios de nuestra dimensión social, configurada en ámbitos como el mercado y la comunidad política; en los que hacemos vida común con una cantidad indeterminada de personas (ciudadanos y agentes económicos), a las que no podemos conocer personalmente en su totalidad, pero con las que estamos indubitablemente relacionados, y a quienes también debemos amar como a nosotros mismos.

De igual manera, la caridad ha de rebasar los límites de la materialidad, ya que -como nos fuera revelado por Jesucristo- “No solo de pan vive el hombre” (Mt. 4: 4). El ser humano tiene también una dimensión incorpórea, espiritual-psíquica, en la que, para su cabal desarrollo, requiere de bienes que son tan valiosísimos como inmateriales; y entre los cuales se encuentran la libertad, la justicia y la paz; bienes estos, por cuya carencia la persona humana experimenta una vida azarosa, angustiosa, profundamente infeliz; al tiempo que resulta indefectiblemente vejada en su dignidad.

En este orden de ideas, nos encontramos con la dimensión social y política de la caridad. La ética social, y muy particularmente la moral cristiana, nos exigen concebir la caridad más allá de las relaciones de proximidad, y más allá de los referidos datos de singularidad y materialidad. Nuestra actuación amorosa y solidaria en favor del otro, debe tener lugar también en nuestra dimensión social, que -entre otros ámbitos- incluye la comunidad política como nuestra forma más elevada de socialización, y al mercado como expresión natural de esa socialización en el intercambio de bienes y servicios.

La caridad social y política implica el compromiso moral y espiritual, de procurar el bien para todos los miembros de la comunidad; es una manera de hacer la caridad, pero expansivamente; una forma de amar al prójimo, y también a la patria, haciendo el bien a sus hijos -nuestros conciudadanos- que son nuestros hermanos aunque no los conozcamos de manera personal.

Se trata de una dimensión de la caridad, que nos insta a procurar el bien común: un principio ordenador de la vida social, política y económica; el cual, si bien nos viene prescrito por nuestro sentido moral innato, para su plena concreción requiere de una indispensable apertura amorosa hacia el prójimo: “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Lv. 19: 18); “Amaos los unos a los otros” (Jn. 13: 34).

En este orden de ideas, observamos que esta gran tribulación inducida, a la que ha sido sometida la nación venezolana, y en la que a millones de personas se les (nos) ha arrebatado toda posibilidad de desarrollo y bienestar, así como del más mínimo disfrute de la libertad, la justicia y la paz; es un escenario en el que retumba el llamado a la caridad social y política.

No basta hoy con dar pan a uno de los tantísimos hermanos necesitados, que se encuentran en las calles de Venezuela. Resulta perentorio realizar acciones tendentes a salvar la vida de millones de seres humanos, sometidos intencionalmente al hambre y a la miseria como método de dominación. Por caridad social y política, toda una generación de venezolanos debe poner la mano en el arado, para deponer la oprobiosa maquinaria de muerte e injusticia chavista-madurista. Juntos, hemos de realizar el mayor esfuerzo por restaurar nuestro sistema democrático y nuestras libertades económicas; para volver a ser una nación pujante, aspirante al desarrollo y en un clima de respeto a la dignidad humana.

Asimismo, la comunidad internacional debe ser diligente en el cumplimiento de su deber moral, que es la Responsabilidad de Proteger (R2P), adoptada por la ONU en 2005; la cual le insta a manifestar -con acciones de diversa naturaleza- la caridad política para con las naciones sometidas a genocidio. Aún hay tiempo para rescatar a Venezuela: una nación entera que -totalmente sometida y desde el suelo de la ignominia- sigue clamando con algo de aliento: “I can’t breathe” (No puedo respirar); tal como lo hiciera el ciudadano estadounidense que, en días recientes, también fuera víctima del más abyecto ejercicio de la autoridad.

Por ello y para ello se requiere de líderes con “un corazón grande para amar y fuerte para luchar”; hombres y mujeres que, con firme decisión, asuman el apostolado de la caridad social y política tanto a nivel nacional como internacional: un ámbito que bien fuera definido por S. S. Pío XI como “el campo de la más vasta caridad”.

@JGarciaNieves


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