Leía, hace unos días, un reportaje sobre Ilse Koch, esposa de Karl Koch, el comandante nazi del campo de concentración de Buchenwald. Conocida como “la zorra de Buchenwald”, Ilse Koch se convirtió en asesina durante los años del nazismo. En el campo de concentración de Buchenwald, se deleitaba en ordenar, o incluso en participar directamente, en la tortura y el asesinato de las víctimas del régimen nazi. Allí fue donde su crueldad y su resentimiento -si lo había- se desató sin recatos, ganando fama de sanguinaria.

Entre sus pasatiempos favoritos figuraba el escoger a aquellos prisioneros que tenían los tatuajes más vistosos, ordenar su ejecución y extraerles la piel, para hacer con ella una tétrica colección de pantallas de lámparas de mesa o fundas de libros. Su casa estaba adornada con cabezas humanas que ordenaba encoger mediante procedimientos químicos. Muchos de esos objetos, símbolo de la barbarie de que Ilse Koch fue capaz, fueron presentados en el juicio que se le siguió en Dachau, y sus imágenes fueron grabadas en un documental del director de cine Billy Wilder.

Durante su estancia en Buchenwald, Ilse Koch también se deleitaba soltando sus perros para que atacaran a las prisioneras embarazadas, u observando cómo su marido daba de latigazos a los prisioneros o les aplastaba los dedos.

Durante su juicio, el fiscal afirmó que Ilse Koch fue “uno de los elementos más sádicos del grupo de delincuentes nazis [y que] si en el mundo se oyó un grito fue el de los inocentes torturados que murieron en sus manos”. Finalmente, a pesar de las múltiples torturas y crímenes que se le atribuyen, se le declaró culpable de un cargo de incitación al asesinato, un cargo de incitación a la tentativa de asesinato, cinco cargos de incitación al maltrato físico severo de los presos y dos cargos de maltrato físico; todo ello, un eufemismo para indicar que había recurrido a la tortura, en una época en que todavía no se tipificaba el delito de tortura. Previsiblemente, Ilse Koch fue condenada a cadena perpetua con trabajos forzados, en la prisión de mujeres de Aichach. A diferencia de sus víctimas, no pudo resistir ni siquiera el hecho de estar privada de su libertad, y se suicidó en 1967, mientras cumplía su condena.

No es la única mujer que, por su sadismo y su perversión, recuerdan las páginas de la historia; en la Alemania nazi, su nombre está asociado al de Hildegard Lächert, conocida como “Brigida, la sanguinaria”, o de Herta Oberheuser, la sádica enfermera nazi que extirpaba y reimplantaba los miembros a niños vivos. En Chile, está el caso de Ingrid Felicitas Olderock, hija de alemanes nazis, una de las más notables torturadoras de la dictadura de Pinochet, la mujer que entrenaba a los perros que violaban a las prisioneras. Ella tuvo más suerte que Ilse Koch, pues murió en la cama de un hospital, víctima de un derrame cerebral, sin que nunca fuera sancionada por sus crímenes. También está el caso de Mirta Graciela Antón, la despiadada torturadora de la policía de Córdova, durante la dictadura de los militares argentinos; pero ella sí fue condenada, y a cadena perpetua, por crímenes de lesa humanidad.

Puede que el grado de perversidad de los carceleros venezolanos aún no haya llegado a los extremos de Ilse Koch, o de las muchas otras torturadoras que han dejado su huella sangrienta en la historia de la perversidad; pero, en Venezuela, en el sistema diseñado para amedrentar a los disidentes, y para perseguir y castigar a los presos políticos, hay lugares en los que se tortura, y así se deja constancia en el informe de la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. ¿Habrá alguien, con tanto resentimiento, con tanta maldad, y con tanto poder y autoridad, que pueda compararse a “la zorra de Buchenwald”? De haberla, ¿tendrá esa mujer la pretensión de salirse con la suya y poder escapar a todo castigo?


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