Foto Reuters/Isaac Urrutia

Todos sabemos que la actual tragedia económica que padecen los venezolanos no se debe a una penuria de recursos, sean estos naturales o formados por la inversión y el esfuerzo de años, como es el caso de las instalaciones productivas, la infraestructura física y del capital humano. Afuera, nuestro país suele ser referido por su dotación en recursos minerales. Si bien es cierto que la infraestructura de carreteras, puertos, aeropuertos y de servicios públicos está, hoy, bastante deteriorada, que el capital productivo ha sido destruido en gran parte y que el talento ha emigrado o se encuentra degradado a labores de subsistencia por la desaparición de empleos calificados, esa no es la Venezuela que conocimos antes del chavismo, ni la que debe perdurar.

Durante la segunda mitad del siglo pasado, nuestro país se distinguió en la región por sus autopistas, sistema de generación y distribución eléctrica (represas del Caroní, Guri, Planta Centro), de edificaciones educativas y hospitalarias, sin hablar de la compleja infraestructura asociada a la explotación, distribución, refinación y comercialización de petróleo y sus productos. Los graduados de las universidades nacionales –UCV, ULA, USB, LUZ y de Oriente–, así como de la UCAB, eran aceptados en las mejores universidades del globo para proseguir sus cursos de posgrado, en reconocimiento de la calidad de las instituciones donde se formaron. Al IVIC venían a hacer investigación y a completar su formación doctoral científicos de variadas disciplinas de toda América Latina e, incluso, de más allá. El talento venezolano existente en estas Casas de Estudio, en la industria petrolera, y en muchos institutos y empresas públicas, en absoluto era despreciable, como tampoco el que se había forjado en el sector privado. Gracias a la fortaleza del bolívar, el empresario venezolano pudo equipar sus plantas o explotaciones agropecuarias de maquinaria moderna, de avanzada tecnología. Y, todo eso en un territorio copioso en recursos minerales, agua fresca abundante, más de mil kilómetros de costa, una geografía diversificada y rica en ambientes naturales atractivos para el turismo.

Desde luego, no todo fue color de rosas. Esta abundancia no fue aprovechada debidamente y, ante la prodigalidad del petroestado, la caza de rentas fue desplazando, progresivamente, el esfuerzo productivo, sobre todo con las dificultades confrontadas luego de los años setenta. Intentos de corrección bajo la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez tropezaron, como se recordará, con los intereses creados en torno a las prácticas populistas y clientelares que fueron colmando nuestra cultura política, abonando un clima de rechazo que le tendió la cama al triunfo de Chávez.

Lo que interesa destacar con las referencias citadas es que Venezuela fue un país de enorme potencialidad, a pesar de los desaciertos de política y de los errores que se han podido haber cometidos. Y lo sigue siendo, en buena medida, no obstante los destrozos del régimen chavo-madurista. Pero la realización de esa potencialidad enfrenta formidables obstáculos.

En primer lugar, está el régimen de expoliación implantado por mafias militares y civiles, bajo tutela cubana. Lo que menos las motiva son los intereses de la nación o la suerte de los pobres. Duchos en la neolengua orwelliana, cuando vociferan su disposición nacionalista y su compromiso con el pueblo, están, en realidad, confesando exactamente lo contrario. Su apego a los clichés los delata. Sin remover a esta camarilla criminal, Venezuela seguirá deslizándose hacia su ocaso.

El segundo gran obstáculo es la superación de la cultura y del sesgo institucional forjada en torno al usufructo de la renta petrolera, y que este régimen de expoliación ha llevado a extremos. Por razones que, esperemos, sean harto conocidas –la destrucción de la capacidad productiva local de petróleo y la transición mundial hacia fuentes energéticas distintas a los combustibles fósiles— el futuro de Venezuela descansará crecientemente en el potencial de sectores no petroleros.

En un artículo anterior, hicimos referencia al marco general de políticas que permitirían el aprovechamiento cabal de esta potencialidad[1]. Muchas tomarán tiempo en rendir sus frutos. Además, estarán sujetas a una acertada conducción política del gobierno de transición que surja del desplazamiento del régimen fascista actual. Un aspecto, en particular, podría ser decisivo en el corto plazo para apuntalar esa viabilidad política y enrumbar el país de manera sólida hacia su recuperación: el aprovechamiento de la capacidad ociosa existente del aparato productivo.

De acuerdo con la última encuesta de coyuntura de la Confederación Venezolana de Industriales (Conindustria), la capacidad utilizada de sus afiliados apenas superaba el 20%. Peor aún, de 12.471 empresas registradas en 1997, sólo sobrevivían, para finales de 2020, 2.121. Know-how, experiencias, esfuerzos, empleos y capital productivo sucumbieron ante la voracidad criminal de un régimen empeñado en controlarlo todo. Similares destrozos se evidencian en los sectores agropecuario, transporte, financiero y comercial. Recuperar en lo posible tan valioso acervo, en el marco de políticas de estabilización que generen confianza, tropieza con numerosos cuellos de botella. Entre estos, destacan la ausencia (por emigración) de mano de obra calificada y de talento profesional; el colapso de los servicios públicos y de la infraestructura física; leyes y reglamentos asfixiantes y punitivos; la destrucción del tejido industrial, representado por proveedores, industrias complementarias y servicios especializados de apoyo (clusters); una banca atrofiada; y el colapso de la administración pública en muchas áreas.

De afrontarse exitosamente estos obstáculos, habría un salto importante en la productividad que serviría para aumentar significativamente las remuneraciones en el corto plazo. La satisfacción de las expectativas de mejora de la población trabajadora es crucial para el éxito político de un programa de transición. Ello sembraría confianza para subsiguientes emprendimientos. “Nothing succeeds like success”, reza un conocido proverbio gringo.

Entre los elementos que coadyuvarían con este éxito ansiado, destaca el incremento de la demanda proveniente de la inyección de significativos recursos externos, negociados con organismos multilaterales en el marco de un plan de estabilización macroeconómica y de reforma del Estado. La provisión, asimismo, de financiamiento para solventar urgentemente deficiencias en materia de servicios públicos e infraestructura, para muchas de las cuáles ya existen proyectos formulados. La inversión extranjera, atraída por la potencialidad a que hicimos referencia y por el costo –criminalmente bajo, a causa de la gestión de Maduro—de la mano de obra. También la aparición de un espíritu de emprendimiento en muchos, adormecido por el petropopulismo, que las penurias han hecho brotar. El venezolano ha tenido que aprender a resolverse por iniciativa propia para subsistir. Igual, el talento emigrado estaría mucho más dispuesto a contribuir con sus iniciativas, aun cuando muchos de sus portadores decidieran quedarse en el extranjero.

Las bonanzas petroleras son cosas del pasado, pero es menester conservar el optimismo sobre las posibilidades de recuperar una vida digna para los venezolanos. El país tiene con qué. Nos lo imposibilita, empero, un formidable impedimento: la existencia de un régimen fascista amparado en una cúpula de militares corrompidos que han traicionado a la nación.

No hay excusa para que la dirigencia opositora no aúne voluntades en torno a una estrategia capaz de lograr el cambio político tan deseado por todos. El valioso apoyo de la democracia internacional debe encontrar el terreno propicio para que su compromiso fructifique provechosamente.

[1] https://www.elnacional.com/opinion/productividad-y-expectativas-desafio-economico-de-la-venezuela-posrentista/

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