La belleza absoluta no precisa de ser expresada ni comprendida ni juzgada para existir, y ella sola se bastaría sin necesidad de soportar a la oculta y la manifiesta. Es inabarcable por el intelecto, y sería imposible decir algo certero sobre aquella. Estamos en el dominio de la mística de lo estético.

Toda belleza, tácita o explícita, es efluvio de la armonía absoluta. De esta procede y a ella ha de volver, pues no se agota. Siendo imperecedera, nuestro entendimiento apenas puede intuirla en lo provisionalmente bello y, sin embargo, hay perennidad en la sucesión de su intermitencia… un pulso inextinguible. De algún modo estamos vinculados con aquella por virtud de la razón y sus modos, entre los que la facultad creativa es el más subsidiario.

Dicha belleza cardinal es el principio rector de todo orden que propende al equilibrio entre lo estéticamente manifiesto y lo oculto, por tanto, puede decirse de ella que es a un mismo tiempo origen e inicio de cuanto existe, puesto que el mundo es la más completa y compleja manifestación artística de sí misma. Nada halla su razón de ser fuera de la armonía absoluta, pues al apartarse de esta, consiente existir de modo caótico.

Las pruebas de su existencia son una paradoja. La belleza absoluta es en tanto se oculta a sí misma y la intuimos por contraste. Si se la busca frontalmente, queda en el silencio del punto ciego de nuestro entendimiento. Casi siempre precisa de los demás para concretar su cercanía a nosotros. La ceguera de la razón, podría decirse en este y otros casos, es ausencia de otredad, por consiguiente, el otro es el lenguaje en el que podemos hablar con la belleza cardinal.

Si bien la relación con la belleza absoluta es personal e íntima, se hace posible por medio de un lenguaje cuyas palabras son nuestros congéneres y cuya gramática es la capacidad de donarnos al mundo en tanto que expresión sublime del ser. El artista ha de ser, por consiguiente, el más alto orador. Dialogar con la armonía cardinal es, a un mismo tiempo, un acto de divina humanidad y de humana divinidad.

Siendo la otredad el lenguaje que hace posible el coloquio con la armonía cardinal, es también el logos en sus distintas acepciones: verbo, razón y sentido de la mística de la belleza. Verbo en tanto que palabra con que el artista construye el discurso de su mirada trascendente. Razón porque no hay profunda comprensión de lo humano si no se lo piensa desde el otro. Sentido en cuanto que trayectoria que nos marca el rumbo hacia lo absoluto.

Incorporar al otro en cuanto que signo con que el artista construye un discurso de trascendencia hacia la belleza absoluta supone haber entendido que el universo es el lenguaje de la divinidad, sea cual fuere su concepción de ella, y que la semántica de dicho coloquio no dependerá tanto del creador como de la tesitura espiritual de aquellos a quienes ha escogido en calidad de verbo.

Todo acto de la razón individual se complementa en el entendimiento por parte del otro. Así pues, la construcción de un discurso trascendente que propenda a la armonía cardinal, además de hacerse de los otros en cuanto signo, adquiere significación en la mancomunidad de las inteligencias. Dicho de otra forma, la otredad no solo constituye el significante, sino el significado. El artista halla la semiosis de su aspiración a la belleza absoluta en sus semejantes.

Pensar al prójimo como lenguaje que hace posible el coloquio con la belleza absoluta marca así mismo el rumbo hacia ella porque es su creación mejor lograda. Si el mundo es el discurso de la armonía cardinal, el hombre es su más elevado recurso discursivo. Al convertirlo en materia del diálogo con lo absoluto, se dibuja ipso facto un itinerario que pasa por el meridiano de su memoria, intelecto y voluntad.

Quizás, y paradójicamente, sea el hombre el sitio y sede del equilibrio entre la armonía explícita y la oculta, pues solo él consigue dar cuenta conjeturalmente de cómo se relacionan ambas. En tal sentido, el artista vendría a ser, por antonomasia, el interlocutor de la belleza trascendente, alguien que puede y debe manejar las elipsis del tiempo, puesto que, contrario a lo que sucede con la linealidad temporal del habla humana, el discurso de la eternidad es la elisión del pasado y del futuro, categorías plausibles en la razón, por tanto, es también en esta donde es posible lo infinito y lo eterno.

jeronimo-alayon.com.ve


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