No podía ser de otra forma. En un acto más de burla a la opinión pública, y sin ningún rubor, ahí estaban algunos de los máximos personeros del régimen madurista, tratando de fingir esa ejemplaridad cristiana propia de un beato, que nadie, en su sano juicio, sería capaz de creer. Por supuesto, muchas caras de sorpresa, pero al mismo tiempo de indignación, fueron notorias en la ceremonia de beatificación del doctor José Gregorio Hernández, que tuvo lugar en la capilla del Colegio La Salle de Caracas el pasado 30 de abril, bajo los oficios del nuncio apostólico, monseñor Aldo Giordano.

Por allí estuvieron, entonces, con sus caras de angelitos celestiales y ¡confesándose!, nada menos y nada más que Jorge Rodríguez, presidente de la ilegítima Asamblea Nacional; Carmen Meléndez, ministra del Interior, Justicia y Paz; Vladimir Padrino López, ministro de Defensa y el infaltable canciller, Jorge Arreaza. ¡ah! también José Vielma Mora, Pedro Infante, y, como para que se sintiera la presencia del máximo jefe de Miraflores, su hijo heredero, Nicolasito.

Como siempre, las mentes maliciosas detrás del régimen se las ingenian para sacarle el mayor provecho político posible a cualquier evento o situación que distraiga la atención de todo lo que rodea la crisis terminal venezolana, y que, de manera muy importante, contribuya a limpiar su cada vez más deteriorada imagen. Por ahí vimos a Nicolás Maduro invitándose adonde nadie lo llamaba, vociferando que asumía el llamado del papa Francisco a la reconciliación de Venezuela, aprovechando un mensaje de este último en el que igualmente se había referido, dos días antes, a la beatificación de José Gregorio Hernández.

Por supuesto que Maduro, siguiendo el manual cubano, acude a la misma táctica de apropiarse imágenes, escenarios y discursos que desnaturaliza y descontextualiza para fines, entre otros, propagandísticos. Un curso de acción similar al empleado cada vez que ha llamado a la máxima figura de la iglesia para que intervenga como mediador o buen oficiante –siempre que se encuentra en dificultades–, con el fin de ganar tiempo y evidenciar las contradicciones de una oposición que ha mostrado poca capacidad para ponerse de acuerdo sobre una estrategia única que sirva para enfrentar al régimen.

Nicolás Maduro sabe, por propia gracia, que el papa Francisco concede poca fe al diálogo bajo sus eventuales auspicios. Y no es para menos si recordamos, por ejemplo, que, en carta privada, fechada 7 de febrero de 2019, Jorge Mario Bergoglio le habría señalado a Nicolás –en respuesta a una solicitud de mediación–, que lo que se había acordado en reuniones pasadas no fue honrado por acciones concretas de parte del régimen, lo que lamentablemente interrumpió los esfuerzos realizados para encontrar una salida política a la situación venezolana. Con este pronunciamiento, el Vaticano evitaba involucrarse en una tentativa de diálogo ya cantada como infructuosa, que, por su parte, la oposición liderada por Juan Guaidó –recién juramentado entonces como presidente interino–, rechazaba fervientemente en virtud, precisamente, de los procesos y acuerdos previamente incumplidos.

En medio de la improbabilidad de contar con el papa Francisco como eventual buen oficiante o mediador en la crisis de Venezuela, por cuenta de la desconfianza que ha generado el estamento chavista, lo cierto es que cada evento, cada acontecimiento de importancia, lejos de representar una oportunidad de avance para la causa democrática, se convierte más bien en válvula de escape de la dictadura, que ha sabido en todo momento capitalizar, tanto en situaciones de fortaleza como en las peores coyunturas adversas.

Y es que, sacando provecho del mismo mensaje papal del pasado miércoles 28 de abril, descontextualizándolo por completo, el señor Maduro arropó descaradamente la idea de trabajar mancomunadamente en pro de un proceso de unidad nacional que permita sacar a Venezuela de su atolladero. Un exhorto papal que, a decir verdad, y utilizando al nuevo beato José Gregorio Hernández como eje de inspiración, no hace invitación alguna, ni mucho menos directa al régimen depredador, sino que está dirigido concretamente a todos los factores que cohabitan en Venezuela (sindicalistas, académicos, políticos, empresarios, religiosos, estudiantes, y demás sectores) considerados elementos claves de un verdadero y necesario frente nacional unitario asociado a la fe y las grandes esperanzas de un pueblo venezolano que clama por una solución definitiva a la crisis en la que está sumergida.

Todo esto está bajo conocimiento de Maduro y su régimen, conscientes de que en este mundo de lo político lo realmente trascendente son las percepciones; esas falsas imágenes que han sabido tornarse verdaderas, y que, junto a la imposición de una narrativa, se constituyen en soporte fundamental del poder.

Maduro no lo dijo, pero seguramente tomó debida nota del deseo manifestado por el papa Francisco en el mismo mensaje, de visitar nuestro país en cualquier momento; una posibilidad que, de concretarse, más allá de servir de estímulo a la causa democrática en Venezuela, pudiera representar, paradójicamente, una detestable posibilidad más para que el régimen capitalice políticamente. Después de todo, lo que realmente interesa a Maduro y a sus huestes, tal como ocurrió el pasado viernes 30 de abril, es esa imagen que dice más que mil palabras, esa fotografía que genera las interpretaciones más convenientes, y en la que la beatificación de una figura tan profundamente sentida como José Gregorio Hernández, sirve de mascarada para la “santificación” de una dictadura atroz.

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