Ilustración: Juan Diego Avendaño

Amanecía en el Medio Oriente el pasado 7 de octubre (día de sabbat para los judíos) cuando se desató la barbarie de los hombres. Grupos de fanáticos islamistas (más de 2.000) de la organización Hamás, que domina la Zona de Gaza desde 2007, se infiltraron en comunidades y kibutz israelíes para matar, violar, maltratar y secuestrar a quienes encontraran y causar todos los daños materiales posibles. Al regresar a sus bases fueron recibidos como “héroes”. El hecho, objeto de muchos análisis, motiva reflexiones sobre la violencia permanente en la humanidad y sobre el odio que suscitan algunas ideas o instituciones.

Los romanos llamaban “bárbaros” a las gentes que vivían fuera de sus fronteras. Tomaron el término de los griegos que designaban tales a quienes no hablaban su lengua o latín (sólo “balbuceaban”). Como ellos, siempre, los pueblos que se tienen por superiores consideran inferiores a los extraños. De manera que bárbaros son aquellos que no han alcanzado su condición cultural, que no han adoptado sus formas de comportamiento (que son las propias de los “civilizados”). Por cierto, no las había para la guerra. Por eso, Hugo Grocio (De iure belli ac pacis.1625) afirmaba que las guerras, aunque inevitables, son “aborrecibles” porque dan lugar a “toda clase de crímenes”. Impuso la idea, sostenida ya por la escuela de Salamanca, que deben llevarse según “las normas del derecho y la buena fe”. Dos siglos después (1820), Simón Bolívar intentó “regularizarla” y, aún más, fijar a los contendientes principios y normas humanitarias.

Las últimas acciones en el Medio Oriente muestran la realidad de la guerra de hoy; y también aspectos del ser humano de siempre. De algunos pretende alejarse, sin conseguirlo. En ocasiones se convierte en bestia, que causa espanto. Deja ver la crueldad y la perversidad que lo acompañan y que debe vencer. Es dado a la violencia, capaz de matar por odio o placer. No lo hace impulsado por la naturaleza que fija instintos en los animales.  Procede así – consciente y voluntariamente – desde la aparición de la especie. Desde que los hombres se reunieron en grupos surgieron disputas que concluyeron en enfrentamientos, las primeras guerras, anuncios de las que encararon después pueblos y civilizaciones. Cada una causó pérdidas inmensas en vidas, conocimientos, formas culturales. Lo sabían bien los antiguos: “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, escribió Plauto (hace 2.230 años).

Desde sus primeros tiempos, los seres humanos, llamados a convivir para garantizar su supervivencia, han preferido luchar unos contra otros. Por eso, posiblemente, no existen hoy otras especies del género homo (como los neandertales o los denisovanos). Tal vez sea ese el mensaje del pasaje bíblico (Gen, 4) que refiere la muerte de Abel a manos de Caín. En todo caso, los registros históricos de muchos lugares narran enfrentamientos violentos en los que los vencedores liquidaron a los vencidos. No otra cosa hicieron los israelitas conducidos por Josué al entrar en la tierra “de la que mana leche y miel”. Más de mil años después las hordas mongolas destruyeron a su paso los asentamientos que encontraban en su recorrido por Asia Central, la primera Rus y el Medio Oriente. Lo contó Ibn Jaldún. Hace apenas unas décadas los nazis que pretendían aniquilar una nación dieron muerte a millones de judíos.

En las ocasiones mencionadas (como en otras) los hombres se comportaron – ya se dijo – como bestias. Mataban sin justificación alguna. A veces sin conocer finalidad y consecuencias. Hannah Arendt (Eichmann en Jerusalén. 1963) creyó descubrir en aquel operario del Holocausto uno de esos individuos que realizan actos “malvados” (como si fueran “banales”) en cumplimiento de órdenes dictadas conforme a las reglas del sistema al que pertenecen. En todo caso, los avances sociales, culturales y científicos logrados por la humanidad a lo largo de milenios no hicieron mejores a todos los hombres. Los murales de Bonampak (s.VIII) describen las matanzas cometidas por los guerreros mayas en el apogeo de su civilización; y Alexandre Solzhenitsin (1973) relató el tratamiento feroz que los guardianes de los campos del Gulag daban a los internados del estalinismo. Ahora, la televisión y las redes han difundido las imágenes del “sacrificio” de cientos de judíos por militantes islamistas.

No sabemos exactamente quién (ni tampoco cuándo) escribió la frase contenida al final (v.26-27) del primer capítulo del Génesis: “Entonces dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza … Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó; varón y hembra los creó”. Pero, reveló que para ese momento (finales del segundo milenio – comienzos del primero aC) ya un grupo humano tenía conciencia del valor propio de todos (y cada uno) de sus miembros (dotados de libertad y capaces de discernir entre el bien y el mal), de su dignidad esencial, que hacía derivar de su origen común.  Siglos más tarde, en Grecia se afirmó el carácter racional y social del hombre. Sobre la conjunción de esos principios – el humanismo – se conformó la antigua civilización grecolatina, que constituye la base de la civilización occidental (enriquecida por los aportes del cristianismo).

Los sistemas políticos fundados en la libertad y el protagonismo de la persona atraen. Ofrecen al hombre la posibilidad de desarrollar su personalidad y participar en la toma de decisiones de la sociedad. También – y esto es importante – de mejorar sus condiciones de vida. Su establecimiento causa conflictos. El fenómeno se ha manifestado desde la antigüedad: en algunos casos, los pueblos “bárbaros” (o vecinos) irrumpieron en los dominios de los más avanzados para apoderarse de sus riquezas. Así llegaron los hicsos a Egipto y las gentes del norte a las mahajanapadas de la India, los bárbaros del este al Occidente Romano y las tropas mongoles a la China Imperial. Sin embargo, en los tiempos recientes, se observa una particularidad en el fenómeno mencionado: los factores dominantes en países atrasados llaman a la destrucción de sistemas imperantes en otros más avanzados para evitar que sean conocidos, apreciados y adoptados por sus poblaciones.

Los acontecimientos que recientemente han captado la atención del mundo (guerra de Ucrania, asalto de kibutz de Israel), forman parte de un conflicto global que desde las revoluciones liberales divide a los países: de una parte, se encuentran aquellos donde siempre se ha impuesto alguna forma de poder totalitario (necesariamente autoritario). Quienes lo detentan allí quieren conservarlo, aunque eso signifique demorar el avance social. Frente a ellos aparecen otros en los que se intenta establecer sistemas fundados en el reconocimiento de los derechos inherentes a los seres humanos, verdaderos límites al poder social. Su existencia representa una amenaza para aquellos que ya no pueden aislarse (como hizo Japón por siglos). En consecuencia, han formulado nuevos planes: se trata de destruir la democracia, para evitar el contagio. Con ese propósito fueron creadas varias organizaciones – la Fuerza Quds, entre otras en el Irán teocrático – y se han formulado varios planes de acción

Los sistemas políticos, económicos y sociales de los pueblos nunca serán iguales. Distintas causas los hacen diferentes. La geografía determina muchas formas; pero, también la historia, así como la cultura que han ido creando. Sus bases económicas imponen elementos importantes. No obstante, los sistemas estatales deben perseguir el mismo objetivo: el bien común, que se traduce en el conjunto de condiciones concretas que son necesarias para que cada persona pueda desarrollar su propia personalidad. No es, pues, el bien del estado que (como el de una comunidad) representa sólo parte importante del bien general. En los regímenes totalitarios el interés del estado predomina sobre cualquier otro. El de las personas le está subordinado. Es más, puede ser sacrificado para lograr la realización del que atiende a la totalidad. Por eso, es alto el número de víctimas que causa su instalación (entre partidarios y opositores): en Rusia, Alemania o China.

Los pueblos o las naciones pueden sostener distintas ideas y pretender proyectos diferentes. Pero, todos están formados por individuos semejantes, del mismo origen (pertenecen a la misma especie, que consideran cúspide de la creación). Existe entre ellos unidad esencial: todos están dotados de igual dignidad y obligados a convivir y, más, a cooperar para garantizar su supervivencia, siempre amenazada. De allí derivan principios y normas, imperativos, que no pueden ser desconocidos o violados. Más bien deben ser promovidos para asegurar su vigencia. Con ese propósito, se deben mostrar los beneficios que proporciona su cumplimiento y los horrores que causa su ignorancia.

 

Jesús Rondón Nucete es profesor titular de la Universidad de los Andes (Venezuela)

@JesusRondonN


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