Tom Peters, un británico de 32 años, se siente como un dálmata y quiere que se le reconozca como tal

Sostener, como hacen algunos, que el género es una construcción social que no está determinado por características biológicas, y que se puede sentir, hablar y pensar como mujer u hombre independientemente de que se tenga pene o vulva, no tiene nada de irracional y sí de revolucionario, aunque a muchos nos pese. Pero que esto haya derivado en una autopercepción circunstancial o fluida (percibirse no ya hombre o mujer, sino cosa, animal, etc.) y obligar a los demás a tratarnos según esta percepción individual abre una brecha insalvable en el conocimiento común, en nuestra relación con los demás y en la simple convivencia.

Esto viene a cuento porque esta semana la justicia canadiense ha sancionado una ley que penaliza a la persona que no trate a otra según la percepción que tiene ésta de sí misma. Igualmente, en una comunidad autónoma española han expulsado de su parlamento a un diputado porque se ha negado a tratar a un colega como mujer, cuando éste exigía que se le diera ese trato. Así mismo, hemos visto videos recientes  en que adultos se perciben como niños, como árboles o como animales, algo que tal vez escapaba al propósito inicial de los promotores de la teoría queer y sus investigaciones sobre la identidad sexual y la exigencia sociales.

Aunque fue la académica italiana Teresa de Laurentis la que acuñó el término queer en sus estudios de género, ha sido sobre todo la profesora estadounidense Judith Butler, en textos como El género en disputa o en Lenguaje, poder e identidad, la que ha abordado con profundidad la diferencia entre género y sexo, y quien ha tratado de deconstruir, bajo la influencia de Foucault y Derrida, esa “microfísica del poder” que se cuela a través del lenguaje en un tema tan peliagudo como éste. Sin pretender hacer una disección de esta teoría, como hizo de alguna manera la también estadunidense Eve Kosofsky Sedgwick, en Epistemology of the Closet, baste decir, como ella llegó a aseverar, que este asunto deja abierta la posibilidad a la controversia y a la permanente revisión académica. Y es que lo que ha ido tomado cuerpo más allá de la discusión sobre sexo y género es la importancia que se le está concediendo a la percepción que tenemos de nosotros mismos por contraposición a la imposición socio-cultural  y a la forma cómo somos percibidos por los demás.

Si bien es cierto que la teoría realista de la verdad, o la verdad como correspondencia (aquella que nos decía que podemos conocer cómo son las cosas realmente), poco a poco ha dejado de ser determinante para la epistemología, como lo expuso acertadamente Richard Rorty en La filosofía como espejo de la naturaleza; y que otras formas de conocer, donde el sujeto se muestra más activo y participativo en la elaboración del conocimiento (como el constructivismo, la teoría consensual de la verdad o la  concepción dialógica de la verdad), se han ido imponiendo  en su lugar, el problema de la autopercepción como único elemento en el proceso cognitivo es un asunto todavía difícil de digerir.

En tal sentido, podríamos decir que según la pragmática universal de Habermas, un hecho es aquello que sostenemos sobre algo y que es aceptado intersubjetivamente. Para Perelman, en su tratado sobre la argumentación, conocido como La nueva retórica, un hecho es igualmente aquello que aseveramos de algo y cuya adhesión a lo dicho no puede ser más grande.

Llegados a este punto, habría que preguntarse entonces ¿cómo aceptar  una percepción tan individual y variable como las que nos proponen con esas actitudes audaces en las que algunos se perciben a sí mismos como árbol o piedra, y exigen ser tratados como tal? La  autopercepción tal vez es una actitud racional y, en cuestión de género y erotismo, tal vez fundamental, pero llevar el asunto a extremos como los mencionados no parece ser muy razonable ni conveniente para lidiar con los demás. Percibirse a sí mismo como rico, mujer o niño, cosa o animal, y exigir que los demás nos perciban como tal, cuando por diversas circunstancias están impedidos de hacerlo, rompe con el más elemental pacto social, con las bases del conocimiento colectivo y nos lanza a un mundo, no ya moralmente condenable, sino insostenible por lo que tiene de esquizoide, con fatales  consecuencias en cualquier rama de la ciencia, la ontología o la epistemología.

Nuestro conocimiento está basado en conceptos que, aunque cambiantes, apelan constantemente a la comprobación colectiva. Para escapar de ello y cambiar de máscaras, bastaría el teatro, como entendieron los antiguos griegos con sus fiestas dionisiacas. Pero la función termina cuando cae el telón. No hay más. Pues no podríamos vivir sin que las candilejas se apagaran nunca. Cosa que entendió hasta el mismo Nietzsche, el iniciador de todo este asunto de la verdad y la moral.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!