Como se sabe, la gran astucia del Diablo es hacernos creer que no existe. Y nunca esta astucia fue mejor empleada que en su relación con el cine, gobernada ante todo por el sigilo del Maligno. Con pocas excepciones su papel no provocó miedo sino risas, en comedias firmadas por al menos dos grandes maestros. René Clair lo dirigía encarnado por Michel Simon en La belleza del diablo en 1950. Diez años después, Bergman hacía nacer un orzuelo en el ojo del demonio, lo que indicaba una catástrofe. Una virgen se estaba por casar, con lo cual tambalearía el matrimonio. “La institución sobre la cual reposa el infierno”, exclamaba un muy escandinavo Satanás en El ojo del diablo. Prueba de su astucia es su  demora a la hora de hacer su entrada en escena hasta bien entrados los sesenta, esa época de destrucción de valores, momento ideal para el sujeto. Y aún así, el sigilo, su firma última se impuso. En 1968, Roman Polanski adaptó un best seller de Ira Levin, El bebé de Rosemary un filme que pendulaba entre la venida de un mesías satánico o la neurosis de una esposa insegura que veía visiones. En todo caso, el Maligno se había colado untuosamente por la puerta de atrás del cine, insinuando la posibilidad de su existencia. Por si fuera poco, el 9 de agosto del año siguiente, la bellísima Sharon Tate, esposa del director, era asesinada por la banda, esa sí satánica y real, de Charles Manson. Cinco años más tarde, su presencia fue más evidente, pero aún pasible de coartadas. Un escritor de carrera errática llamado William Peter Blatty tuvo la intuición genial de ubicar una posesión demoníaca en Washington, centro del poder planetario. La novela El exorcista vendió cerca de 13 millones de ejemplares y 2 años más tarde fue llevada al cine por William Friedkin, nueva vedette del cine americano después del triunfo de Contacto en Francia. El filme sigue siendo una magistral lección de solvencia dramática y tenía una virtud cardinal. El protagonista era Max von Sydow, el caballero medieval de Bergman que jugaba al ajedrez con la muerte en El séptimo sello y ahora se enfrentaba al Maligno, cuya presencia era aludida pero no probada, porque recordemos que su mayor astucia ha sido hacernos creer que no existe. Acaso las desventuras de la pobre adolescente poseída eran expresiones psicóticas, extremas pero explicables por la ciencia, lo cual hacía de El exorcista más una película dramática que un filme de terror. En todo caso el filme era tan bueno que no solo se ve con gusto hasta el día de hoy, sino que a partir de ese momento el Diablo apareció en cuanto folletín impresentable, logrando en general dar más asco que miedo y reafirmando las dudas sobre su existencia. A la lista interminable cabe sumarle las dos secuelas, a cual peor de El exorcista. Un diablo que existiera difícilmente se manifestaría en esos engendros de pacotilla, pero por supuesto, esto no hace más que reafirmar el axioma del comienzo.

La carrera de Friedkin a partir de El exorcista fue, por decir lo menos, errática y a pesar de algunos títulos estimables (El salario del miedo,1977; Vivir y morir en Los Ángeles, 1985) muy alejada de sus brillantes comienzos. Pero en 2017 hizo un documental sorprendente. En El diablo y el padre Amorth siguió a un exorcista en un rito para librar a una joven italiana de su posesión. El filme, ambiguo y extraño, tiene sin embargo la virtud de presentar un personaje entrañable. El padre Gabrielle Amorth, exorcista oficial del Vaticano, un cura al estilo del Don Camilo de Giovanni Guareschi, directo, campechano, bonachón, que no vacila a la orden de tirarle una trompetilla al Maligno para provocarlo y demostrarle que no le tiene miedo. Una forma extraña para el Diablo de entrar finalmente en la historia del cine, patrocinado oficialmente por el exorcista del Vaticano. Es el personaje del Padre Amorth con sus kilos de más y su aire desenfadado el que vuelve ahora en la ficción equívoca que se basa en hechos reales, de la mano de Russell Crowe. Es además el único motivo para decidirse a ver las aventuras del exorcista del Papa, detective involuntario de un secreto que la Iglesia guardó durante siglos. En los primeros minutos parecería que la intuición fue correcta y el Padre Amorth, desfachatado y alegre, esquiva con altanería la conjura burocrática que insinúa la obsolescencia de su cargo, opción rápidamente descartada por el Papa (nada menos que Franco Nero, el Django de los spaghetti westerns). Tristemente, el exorcista es llamado a España a encargarse de un caso y la intriga inicial es rápidamente descartada por unos efectos especiales cuya ineficacia está en relación inversamente proporcional a su frecuencia. El Diablo tal vez exista dado que sin duda existe el Mal, pero es difícil creer en él a partir de esta fábula torpe.

Exorcistas y demonios eran los de antes.

El exorcista del Papa. EE UU, 2023. Director Julius Avery. Con Russell Crowe, Franco Nero, Alex Ezzoe.


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