Jorge Rodríguez preside la la Comisión Especial de Diálogo, Reconciliación y Paz

Dicen algunos estudiosos de los diálogos que han hecho posible el final de conflictos en distintas partes del planeta, que un requisito imprescindible es que ambas partes compartan un fondo común de buena fe o un principio de buena voluntad, consistente en hacer uso de la negociación para encontrar alguna solución, y no para otros fines, principalmente el de socavar o destruir a la contraparte, desprestigiarla, dividirla, ganar tiempo para rearmarse y preparar nuevos ataques, o con fines meramente propagandísticos. Si una o las dos contrapartes se propone usar la negociación para objetivos distintos al acuerdo, inevitablemente el diálogo no tardará en naufragar.

La experiencia demuestra que es más probable que se alcance algún tipo de acuerdo entre las dos partes de un conflicto bilateral, que cuando se trata de procesos de paz donde hay tres o más fuerzas en conflicto. En estos casos, despejar las tensiones, establecer reglas y procedimientos para los intercambios, definir unas metas, resultará mucho más arduo. Como en cualquier ámbito de lo humano, si poner de acuerdos a dos partes es difícil, lograrlo entre tres, cuatro o más actores en conflicto es mucho más exigente.

A lo anterior hay que añadir otra cuestión, distinta a la de la buena fe: el llamado “principio de necesidad”, según el cual ambas partes están motivadas por una urgencia, la reconozcan o no. Les resulta imprescindible poner fin a la confrontación, por razones evidentes u ocultas. Si el “principio de necesidad” está presente, se establece una cierta simetría. Si no, la probabilidad de que la negociación se rompa es muy grande. Así puede decirse que la probabilidad de fracaso es muy alta.

El ejemplo más inmediato de la imposibilidad de todo intento de negociación, cuando no existe el “principio de necesidad” es evidente: los venezolanos creíamos que la devastación que está causando la pandemia –y que continuará matando a personas si no se pone en marcha, con absoluta urgencia, un sistemático programa de vacunación en todo el territorio–, podía constituir un imperativo, un mandato ante el cual el régimen ilegal, ilegítimo y fraudulento que controla el poder en Venezuela, se vería obligado a ceder. Los técnicos de la Organización Panamericana de la Salud, diplomáticos, analistas de las ONG y periodistas venezolanos y de otras partes, estimaron como inminente un acuerdo para que a través del Covax –programa mundial de acceso a las vacunas para los países pobres– Venezuela pudiera disponer de una cantidad significativa de vacunas.

Detengámonos en el análisis de la noticia del ataque de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana a campamentos de la ex-FARC, en la zona fronteriza del Arauca. ¿Ha decidido el régimen de Maduro preservar el territorio venezolano de las incursiones de grupos de delincuentes armados? ¿Cambiaron de lineamiento y se proponen impedir que el territorio venezolano sea utilizado para operaciones de delincuencia? No. En absoluto. Lo que señalan analistas y expertos de uno y otro país es que el régimen ha elegido participar directamente en las disputas entre grupos de narcotraficantes. Las operaciones estuvieron destinadas, tal como lo ha explicado la periodista Salud Hernández-Mora –de Semana Televisión–, a despejar el terreno a favor de las bandas dirigidas por Iván Márquez y Jesús Santrich. Esto significa, nada menos, que las FANB actúan como un brazo armado de una de las ramas de la narcoguerrilla de las ex FARC.

Y es aquí donde podemos examinar la cuestión de la simetría, de la correspondencia entre los propósitos de la dictadura y los de la oposición democrática. ¿Puede creer alguien que un régimen que acaba de patear el derecho de los venezolanos a ser vacunados, le importa o le interesa realizar elecciones libres, transparentes y en condiciones justas? ¿Puede alguien creer que un poder que participa abiertamente y exhibe sus amplias capacidades armamentísticas para imponer un ganador en la guerra entre grupos de narcotraficantes, llegará a un acuerdo para realizar elecciones?

La evidente asimetría entre las dos fuerzas no se refiere solo a los propósitos de la oposición democrática y los despropósitos del régimen. Hay una asimetría real, desproporcionada, insalvable: Maduro cuenta con las armas, las ha utilizado y ha declarado que las usará para mantenerse en el poder. El poder tiene rehenes civiles y militares –y hay que incluir en ello a sus familiares, con lo que suman a varios miles de personas–, mecanismo con el que mantiene un chantaje permanente sobre líderes sociales y políticos, sobre periodistas como Roland Carreño, sobre simples ciudadanos que, en algún momento, han ejercido su derecho a la protesta o a exigir el cumplimiento de sus derechos.

Mientras la oposición democrática tiene como única fuerza real el apoyo de la inmensa mayoría de los ciudadanos, el régimen dispone de recursos económicos; del apoyo político y operativo –incluidas las prácticas de espionaje  de Rusia, Bielorrusia, China, Irán, Cuba–; dispone de centenares de colectivos distribuidos en casi 80 ciudades y núcleos urbanos del país; tiene entre su más preciado armamento a fiscales y a jueces de todos los niveles; dispone de medios de comunicación impresos, audiovisuales y digitales; mantiene el control absoluto de las vías públicas, del combustible y de la red nacional de matraca de militares y policías que roban a ciudadanos indefensos en centenares de alcabalas que se han esparcido por el territorio venezolano.

Si la asimetría es tan radical y grotesca, ¿qué expectativa puede haber de alcanzar un acuerdo electoral con un régimen cuyo principal y excluyente propósito no es otro que mantenerse en el poder? ¿Quién puede creer que terminarán cediendo frente a una exigencia que podría significar el fin de su poder?


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