Siempre nos gusta viajar a San Felipe. Por nuestras venas corre sangre yaracuyana –que se abraza con la larense– en una especie de maridaje perfecto. Hace unos cinco años una colega periodista me invitó a un programa de televisión para hablar sobre la crisis política. Llegamos temprano, como es habitual en nuestro proceder ciudadano. Recuerdo que nos colocamos en una antesala para debatir un poco sobre distintos temas. En una silla estaba un hombre de chaqueta gris con cabello cano. De pronto la colega le dice: “Tío, cuéntale a mi amigo Alexander Cambero la historia de la arepa”. Inmediatamente me imaginé que me invitaría a un célebre establecimiento comercial, en las adyacencias de la gobernación, con sumo interés presto atención a sus palabras. “Yo estudié segundo grado con Henri Falcón. Un buen día tuve que ir a la escuela solo con un traguito de café. No teníamos nada que comer, éramos muy pobres, mi madre Eulalia, me pidió que no asistiera ya que corría el riesgo de un desmayo por no desayunar. El deseo de salir adelante pudo más que el hambre que aullaba frenéticamente en el estómago. No pretendía salir al recreo, no solo era el hambre, en casa estaba mi madre y dos hermanos más pequeños que yo, sin alimentos. La mente bullía con furia, lloré amargamente en el pupitre. Decidí salir al recreo para distraerme un poco, los compañeros jugaban con metras y trompos, las chicas saltaban la cuerda. De repente un vivaz amigo de la escuela se me acercó para hacerme una pregunta: ‘¿Por qué no juegas con nosotros?’. Le dije que no tenía fuerzas: ‘De casa salí solo con un trago de café, somos muy pobres, y hoy no amaneció nada en la cocina. Me duele que mi madre y hermanos pasen hambre’. Me miró a los ojos y las lágrimas de ambos se conocieron. De su morral sacó una enorme arepa de maíz rellena con huevo criollo. Dos buenos mordiscos para comenzar. Henri me observaba con cierto rictus de satisfacción, luego caminó hasta la cantina para buscarme una gaseosa y con ella seis panes y una barra de mantequilla. ‘Hermano –me dijo– estos pancitos para que tu madre y hermanitos coman algo’. Yo le agradecí aquel gesto. Con fuerzas renovadas le pregunté: ¿Y tú no comerás? ‘No te preocupes, en casa lo haré’. Ese día conocí al niño que se transformaría en el hombre solidario del futuro. Una semana después me enteraba –por mera casualidad– que había quitado fiado aquellos productos diciendo que eran para su mamá educadora. El destino hizo que nos mudáramos a Naguanagua, en el estado Carabobo. Un tío nos socorrió, fue duro dejar Nirgua y la escuela. El tiempo pasó siendo benévolo económicamente con nosotros. La vida me hizo un empresario próspero. Cuando comparto con mi familia, en muchas ocasiones recordamos este singular hecho. La historia es conocida por mis hijos, nietos y hermanos. Quizás algunos puedan pensar que aquello es un episodio común, pero cuando la necesidad está instalada en tu casa, quien te ayuda, cuando eres agradecido, no se olvida tan fácil. Luego mi madre y yo nos convertimos en cristianos. Siempre lo teníamos en nuestras oraciones, mi vieja dos días antes de morir oró a Dios para bendecirlo como otro hijo”. ¿Nunca lo buscaste?, inquirí en mi rol de periodista. No, quisimos quedarnos con el capítulo de la niñez, que mis descendientes lo cuenten en Navidad, cumpleaños y Semana Santa. Esa anécdota es un tesoro familiar. Si lo hago puedo parecer un interesado por su privilegiada posición política. La  entrevista no se apartaba de aquella historia tan hermosa, tan llena de la nobleza, de unos corazones forjados en hogares honestos, al salir del canal me manifestó: “Qué privilegio tienen ustedes los larenses por contar como gobernador con un ser de gran calidad humana”.

[email protected]

Twitter @alecambero


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!