A las alturas que escribo, el viernes en la mañana, es ya seguro para cualquier honesto calculador, desde antier mismo, que Joe Biden es el presidente electo de Estados Unidos o, dicho más periodísticamente, Donald Trump ha perdido electoralmente la presidencia, que él creía suya por inviolables dones del cielo o el infierno, cualquiera de los dos vale. Por lo demás en una elección a quien nadie le ha encontrado peculiaridades, salvo un retraso en los recuentos, producto del inusitado récord de votantes, y que decenas de millones de los cuales lo hicieron por correo debido a la pandemia, lo cual cabe perfectamente dentro de la legislación electoral. Nada que no continuara dos siglos de transparencia legal de los comicios gringos (su opacidad es otra, en definitiva, la muralla de dólares que los envuelve), una que otra menudencia incómoda.

El periodista Rubén Caparrós hizo no ha mucho un razonamiento pertinente: que el desastre sin igual que ha causado el coronavirus en Estados Unidos, a la cabeza de esa tragedia mundial, debería acabar con esa aura de invencible que, para amigos y enemigos, tenía la tierra de Supermán y el dólar. No deja de ser curioso que, en la nación de las grandes universidades, los muchos premios Nobel y la mayor economía planetaria se haya producido semejante hecatombe. La cual es solo atribuible al desvarío mental de la Bestia, que le dio por desafiar hasta a los virus invisibles, hacer burdas humoradas a su costa, y – los dioses castigan sin palo ni piedra– caer el mismo en garras de sus enemigos gigantescos a fuer de ser minúsculos. Mientras tanto los americanos eran contagiados por millones y morían por centenares de miles. Lo siguen haciendo y él sigue burlándose de las mascarillas. En el mismo sentido yo diría que el atropello que ha hecho contra la pulcritud electoral –declararse ganador en medio del conteo, cantar fraude sin prueba alguna, mentir como solo él lo sabe hacer, judicializar la voluntad popular– es haber destruido esa institucionalidad constitucional que hacía de la democracia americana un modelo impar según Hannah Arendt, a pesar de sus inmensos crímenes históricos.

El mundo entero esperaba la salida definitiva del gran felón que amenazaba la vida misma del planeta. Su ignorancia y su afán de lucro nacionalista lo había hecho negar y atacar el esfuerzo de todo el planeta por detener muy pocos grados de temperatura que ya han comenzado a devastar el planeta y amenazan hacerlo invivible. Exhibió el más grosero y violentista chauvinismo y racismo, potencialmente el más peligroso y poderoso después de Hitler. Traumó las relaciones comerciales mundiales. Agredió a Europa, su aliado natural. Despertó las ansias bélicas siempre presentes en el planeta. Atropello a casi todas las instituciones internacionales porque se opusieron a sus caprichos. Polarizó su país y lo llenó de odio. Su conducta personal fue impropia en todos los sentidos, hasta en los impuestos y en las tracalerías judiciales para proteger su imagen. Dijo todas las mentiras imaginables, miles según The Washington Post.

En verdad no sabemos qué puede hacer para saciar su despecho y su ira. Puede ser cualquier cosa. Desde prostituir el sistema electoral hasta propiciar la violencia en un país que hay centenares de millones de armas (sic) en manos privadas y milicias y contramilicias. Esperemos. Ya hay gente en las calles llenas de ira.

En el fondo de esta tragedia americana lo que uno más lamenta es que millones de americanos optaron por Trump, como el pueblo alemán optó por los nazis. Por cierto, y aunque es cosa muy menor dicen que los opositores de la ultraderecha nacional que, vaya usted a saber por qué abundan en Miami, votaron en buena cantidad por el noble protector de la patria, al cual no le debemos más que bravuconadas y promesas por supuesto, unas sanciones personales ciertamente justas y otras colectivas que nos están terminando de matar de mengua, salvo claro a los ricos y a los “exiliados” en Miami.

 


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