No cabe duda de que los tiempos que vivimos son únicos, un tanto extraños, cargados de incertidumbre, pero sobre todo se nos presenta como período en el que debemos sortear un escenario novedoso. Esto último, ¿qué significa? Cada quien lo puede interpretar de maneras diferentes, pero si es innegable, que al menos en materia de ciudades –hablando desde el clúster en el que me desenvuelvo regularmente, pero aplica en todos los ámbitos-, se nos da la gran oportunidad de investigar y a partir de los resultados obtenidos, poder encontrar las formas idóneas para reencaminar la dinámica urbana, que no dejará de ser un proceso iterativo, pues nadie se había planteado una realidad tan contundente y desconocida como la que nos está dejando esta lección de la emergencia sanitaria derivada del covid-19, que parece se asemeja más a una situación transitoria –mientras se encuentra antídoto o se crea inmunidad– y luego, a un nuevo paradigma urbano que debe sacar lo mejor de todos para vivir una situación post-pandemia, que tendrá implicaciones en lo económico, lo ambiental, lo político y hasta en ámbitos que no dimensionamos aún.

Ahora bien, en este momento –y no es para menos, por la magnitud del problema que enfrentamos– nuestra atención está concentrada casi al 100% en todo lo que tenga que ver con la pandemia que vivimos, la del archifamoso coronavirus SARS CoV-2. Pero está claro, que no es la única pandemia que hemos padecido los que hoy en día nos encontramos con vida.  La accidentalidad vial también lo es, y a pesar de grandes esfuerzos, sigue siendo poco reconocida y tomada como un problema real, siendo que se trata de un problema de salud pública.

Y les digo algo más, en tiempos de covid-19, la siniestralidad asociada a la transitabilidad se suma silenciosamente, pues el hecho de tener calles vacías durante las cuarentenas impuestas en las distintas ciudades, implica que el salir a la calle pueda generar grandes riesgos por las tentaciones que tienen los automovilistas –sobre todo-, de exceder la velocidad y ello aumenta el peligro de resultar afectados peatones, ciclistas y demás elementos del tránsito. Habría que revisar las estadísticas, después de superados los escenarios de confinamiento, pues seguramente habrá números que le den la razón a esta afirmación que les dejo para la reflexión.

En estos primeros meses del año, las aglomeraciones están disminuyendo en muchas localidades del mundo, algunas de forma más exhaustiva que otras, de hecho en aplicaciones como Google, Tom Tom, Moovit, entre otras, se ha registrado un descenso en la movilidad de las principales ciudades del mundo. Sólo salen los que tienen la necesidad de hacerlo –por abastecimiento, emergencias y obligaciones varias-, y aquellos que forman parte del conjunto de personas que dan vida a lo que se erige como actividades esenciales –concepto con connotaciones distintas entre cada una de las ciudades o países–.

Esto genera un “caldo de cultivo” para los irresponsables –que nunca faltan–, sobre todo en ciudades donde los sistemas de regulación son laxos –escenario muy presente en toda América Latina–, pues la sensación que tienen estos personajes de experimentar el alcanzar altas velocidades a plena luz del día, al mejor estilo de la Fórmula 1, es sin duda algo que debe tomarse en cuenta. Y en este segmento de irresponsables, de manera preponderante, incluimos a conductores de autos particulares, motocicletas y autobuses. Resulta que ahora, el “simple” hecho de salir a la calle es más inseguro, analizando a esta acción desde tres perspectivas: ciudadana –o pública–, vial y sanitaria.

En este orden de ideas, si bien es cierto que la siniestralidad vial ha sido hasta exaltada a su máxima expresión –en el buen sentido de la palabra–, cuando la ONU declaró un Decenio de Acción para la Seguridad Vial (2011-2020) que abordara este flagelo que ha cobrado innumerables vidas humanas, muy poco o nada hicieron los gobiernos y los ciudadanos para que la incidencia de accidentes en las vías se redujera, sobre todo minimizando las fatalidades.

Y es que cuando analizamos los datos a nivel mundial, que generan organismos como la Organización Mundial para la Salud, nos damos cuenta de inmediato de que los accidentes de tránsito están entre las primeras causas de muerte en casi todos los países.  Para 2018 en el Informe de Estado Global sobre Seguridad Vial, publicado en 2019, se indicaba ya que cada año morían cerca de 1,35 millones de personas en las carreteras del mundo entero, y que entre 20 y 50 millones de personas padecían traumatismos no mortales, convirtiendo a estos siniestros en catalizadores de fallecimientos en todos los grupos etarios, y la primera causa de muerte entre 15 y 29 años.

La mayor carga la llevan desproporcionadamente los peatones, ciclistas y motociclistas, considerados de los elementos más vulnerables en el tránsito, en particular los que viven en países en desarrollo. A nivel mundial, los peatones y ciclistas representan el 26% de todas las muertes por accidentes de tránsito. El informe antes citado de la OMS sugiere que el precio pagado por la movilidad es demasiado alto, especialmente porque existen medidas comprobadas.

En este sentido, se ha instado a los tomadores de decisión en el mundo, a que dediquen parte importante en sus presupuestos para abordar eficientemente este problema, con más convicción que politiquería, y con ello reducir la cantidad abrumadora de muertos y personas lesionadas de por vida, que además ocasionan un gasto relevante –en alza cada año- en los sistemas de salud de todos los países. Tan sencillo como adoptar un marco holístico con el enfoque de los sistemas de seguridad, para garantizar desplazamientos seguros para todos los usuarios. ¿Y qué es lo que no se ha entendido?, pues que se necesita una acción drástica para implementar medidas contundentes para cumplir con el más importante de los objetivos: salvar vidas. No se puede generalizar, puesto que algunos países –y ciudades– se han hecho tareas sobresalientes, en lugares tales como: Dinamarca, Suecia y España, por nombrar a algunos de los que cuentan con programas más reconocidos, y en América Latina pudiéramos destacar experiencias como la de Costa Rica, la de la ciudad de Medellín (Colombia) y la de la ciudad de Salvador de Bahía (Brasil), por nombrar algunas.

¿Qué se ha hecho? Es bueno también conocer qué es lo que se viene haciendo en algunos países para minimizar los efectos de esta situación, aunque el esfuerzo es minúsculo respecto a la magnitud del problema. En términos de legislación y comportamiento del usuario en las vías de tránsito, queda mucho por hacer. Solo 9 países tienen leyes que cumplen con las mejores prácticas en un solo factor de riesgo, pero ningún país tiene leyes que cumplan con las mejores prácticas en 5 factores, como lo son: las leyes de velocidad, las leyes de manejo de bebidas alcohólicas, las leyes sobre el uso del casco, las leyes sobre el uso del cinturón de seguridad y los niños, y las leyes de restricción, siendo que esta es la recomendación de la Organización Mundial para la Salud.

Con respecto a las carreteras seguras, al menos 26 países han diseñado estándares para la seguridad de peatones y ciclistas; y 22 países tienen políticas e inversiones en transporte público urbano. En la atención posterior al accidente, al menos 18 países en la región de América, tienen un número de emergencia nacional único y 8 países tienen un registro de traumas. Cabe mencionar que América reúne 11% de todos los fallecimientos por accidentes de tránsito en el mundo.

62% de las víctimas mortales en estos accidentes se registran en países tan disímiles como: la India, China, Estados Unidos, Rusia, Brasil, Irán, México, Indonesia, Suráfrica y Egipto. Sin embargo, los 10 países con el número absoluto de víctimas mortales más elevado son: China, la India, Nigeria, Estados Unidos, Pakistán, Indonesia, Rusia, Brasil, Egipto y Etiopía.

Por el contrario, los países que menos índices de accidentes de tránsito presentan son aquellos que tienen ingresos altos en su economía: en ellos, dichas tasas oscilan entre 3,4 y 5,4 víctimas mortales por cada 100.000 habitantes y como ejemplo, Suecia, Reino Unido y Países Bajos son los países líderes en esta área. En los entornos donde se han registrado progresos, en gran medida se atribuye a una mejor legislación sobre los factores de riesgo clave, como el exceso de velocidad, beber y conducir, y el no uso de cinturones de seguridad, cascos de motocicleta y sistemas de retención para niños; infraestructura más segura como aceras y carriles especiales para ciclistas y motociclistas; así como normas mejoradas para los vehículos, como las que exigen el control electrónico y el frenado avanzado; y un cuidado mejorado después del siniestro de tránsito.

Sea cual sea el país donde se presenten estos accidentes, se estima que, en total, estos generan pérdidas por 518.000 millones de dólares y cuestan a los gobiernos nacionales entre 1% y 3% del producto interno bruto, por causa de costos económicos resultantes de las víctimas mortales, los traumatismos y las discapacidades por accidentes de tránsito.

La Organización Mundial de la Salud dice estar alarmada, dado que los siniestros viales se han convertido en una epidemia difícil de controlar. Y es que las secuelas que dejan estos eventos en millones de familias en el mundo es un problema de salud pública que se les salió de las manos a los gobiernos, a las autoridades y a los ciudadanos. No parece haber salida. Algo así, como que no se ha encontrado la vacuna contra la pandemia.

Mucho se ha insistido en distintos foros, publicaciones y a través de las organizaciones no gubernamentales que fortalecen el activismo ciudadano, sobre la forma de aplacar esta pandemia. Pero, ningún estudio ni metodología servirá si cada individuo no se conciencia de los peligros que corre motu proprio, su propia familia y su entorno social, cuando realiza actos temerarios en la conducción: distracciones, exceso de velocidad, manejar bajo los efectos de alcohol y drogas, entre otras malas costumbres, que hace que las fatalidades crezcan con los años. Hacer parte de la solución será la primera forma de cambiar el patrón perverso que se viene registrando.

Ahora bien, aplicando el famoso principio de la trilogía vial, existe una relación simbiótica entre los tres elementos: infraestructura, vehículo –sea cual sea la modalidad– y usuario del sistema. Pero, en definitiva, los que deben velar porque estos tres elementos convivan armoniosamente en el espacio vial son los gobiernos (en sus tres niveles) y es responsabilidad de estos aplicar las acciones mitigantes necesarias, inyectando una buena cantidad de los recursos públicos para hacer frente al flagelo.

Michael R. Bloomberg (fundador y CEO de Bloomberg Philanthropies y embajador global de la OMS para Enfermedades No Transmisibles y Lesiones) dice: “La seguridad vial es un problema que no recibe la atención que merece, y realmente es una de nuestras grandes oportunidades para salvar vidas en todo el mundo…Sabemos qué intervenciones funcionan. Las políticas sólidas y la aplicación, el diseño de vías de tránsito inteligentes y campañas poderosas de sensibilización pública pueden salvar millones de vidas en las próximas décadas». ¿Qué es lo que no se ha entendido? si la receta está más que clara. El problema más grave que se nos presenta es la inacción.

En este momento, cuando el mundo se debate entre morir por covid-19 o por hambre, en nuestro contexto inmediato, en América Latina, debemos entender que para que a futuro –es decir, mañana– podamos atender todos estos problemas, incluida la pandemia que representa la accidentalidad vial, con firmeza y disciplina, los gobiernos deben poner en la agenda política prioritaria las acciones orientadas a atender los sistemas de salud en primer término, y luego a todos aquellos subsistemas que suman a elevar los niveles de salubridad pública, entre ellos la atención de la educación –en la que ahora más que nunca, la educación vial debe ser materia de importancia– y los servicios que proporcionan calidad de vida a la colectividad, contando entre ellos a la movilidad urbana y regional, cuya planeación siempre implique la seguridad en los tres ámbitos antes mencionados y, la conservación ambiental.

Será de suma ayuda, poder sumar a esta atención del quehacer urbano en los tratamientos urbanísticos y de transporte, a los sistemas inteligentes de transporte (ITS, por sus siglas en inglés) y la incorporación de Big Data como herramienta fundamental. Dependemos más que nunca de los datos para la toma de decisiones y para la subsistencia humana, y ello se revertirá en una mejor salud pública.

Visto el panorama, queda claro que la accidentalidad vial se ha cobrado muchas víctimas y cuenta pocas cuarentenas, en sentido figurado. ¿Para cuando lo vamos a dejar? ¡Hasta la próxima entrega!

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