Foto referencial

“Lo que sí puedes hacer es colocar las frases unas junto a otras, dejar que se vean e incluso, si les apetece, que se toquen. Más no». (ELÍAS CANETTI)

Quise empezar a leer la novela de un autor desconocido que contaba la vida de unos adolescentes. Encontré la obra al navegar por océanos digitales en internet. Dejé la historia a las pocas páginas al tropezarme con errores de ortografía en la primera página. Leí “ying y yang”  [sic ] cuando el artista de quien no diré el nombre debería haber escrito: yin y yang. Tuve la impresión de que el hombre -o mujer- sentado al teclado escribía sobre el asunto sin conocimiento. Nadie que hable del yin y el yang escribe erróneamente el nombre de ninguna de estas fuerzas del taoísmo. Me dije a mí mismo, pensando en el bienestar del escritor, que al menos habría tomado la precaución de ocultarse bajo un pseudónimo y que el nombre que aparece encima del título no sería auténtico. La verdad es que no lo sé, y por si acaso para no molestar mantengo la discreción de no revelar nada acerca de su identidad.

Comprobará, querido lector, que no voy a desvelar el título de la obra. Y es que escribo hoy sintiendo remordimientos por esta reseña negativa. En fin, como decía ahí arriba dejé la historia a las pocas páginas porque yo tampoco soy don Perfecto y todos cometemos algún error de vez en cuando. El caso es que seguí leyendo. Buscaba una lectura motivadora para alumnos de entre 13 y 16 años de edad. Pretendía hacerles leer en voz alta, comentar párrafos y líneas. Hacerles pensar. El título de la novela resultaba evocador al parecerse a otra pieza de una obra clásica de la literatura universal. Sin embargo, a medida que leía aparecían más faltas de ortografía, el argumento se veía predecible y el estilo carecía de esa dosis imprescindible de singularidad que requiere todo texto literario.


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