En Kubla Khan (1816), de Samuel Taylor Coleridge, hay un río sagrado, Alfeo, que hunde sus aguas en frías e insondables cavernas luego de discurrir por Xanadú, donde Khan ha ordenado levantar una cúpula gloriosa: «donde Alfeo, el río sagrado, corría / a través de cavernas inmensurables para el hombre».

En la mitología griega, Alfeo era hijo de Océano y Tetis, por tanto, uno de los oceánidas, es decir, un dios fluvial. Se había enamorado de la ninfa Aretusa, quien lo rechazó para permanecer virgen. Artemisa, para protegerla de Alfeo, le concedió convertirse en río para que huyera de su pretendiente, lo cual hizo cruzando subterráneamente el mar Jónico desde la península del Peloponeso, en Grecia, hasta la isla Ortigia, en Siracusa (unos 550 km), donde se convirtió en la fuente que aún hoy lleva su nombre, en la costa suroeste de Ortigia.

Alfeo no se dio por vencido y viajó desde la costa occidental del Peloponeso hasta la costa occidental de Ortigia, bajo el lecho del mar Jónico, hasta fundir eternamente sus aguas con las de la ninfa Aretusa. Estrabón, un geógrafo griego a caballo entre el s. I a. C. y el s. I d. C., cuenta en su Geografía (29 a. C.) que los ancianos aseguraban que el río Alfeo se comunicaba con la fuente de Aretusa bajo el mar, y daban como prueba de ello que, si se arrojaba una copa al río, reaparecía en la fuente de Aretusa, lo cual desmiente Estrabón por improbable.

La esencia de este mito es el amor sacrificial. Aretusa, por su parte, renuncia a ser una ninfa y se convierte en un río subterráneo, con lo cual también renuncia al sol —en un cierto sentido metafórico, hace una catábasis para resucitar (anábasis) en Ortigia—; Alfeo, por otra parte, no renuncia a ser río, pero sí a la luz, e inicia, lo mismo que Aretusa, un viaje gélido bajo las regiones abisales del mar Jónico. En Aretusa, el motivo del viaje es evasivo: huir de Alfeo, pero es a un mismo tiempo sublime porque quiere preservar una condición de su ser que ha elegido para sí; el motivo de Alfeo es el amor, y si bien renuncia a la luz, no renuncia a su amada, del mismo modo que Orfeo.

Ahora bien, vale la pena profundizar un poco más en el mito antes de seguir a otras interpretaciones y extrapolaciones. Aretusa pertenecía al séquito de Artemisa (hija de Zeus y Leto), una antiquísima e importante diosa griega que pasó al panteón romano bajo el nombre de Diana, y que era la diosa de la caza y la virginidad, razón, esta última, por la cual exigía a sus doncellas —entre ellas, Aretusa— permanecer vírgenes.

Todavía hay más: Leto, con quien Zeus le fue infiel a Hera, dio a luz subrepticiamente el fruto de aquella relación —los morochos Apolo y Artemisa— en la isla Ortigia; pero no la misma Ortigia de Siracusa, sino un pequeño islote del archipiélago de las Cícladas conocido luego bajo el nombre de Delos. Más tarde, Artemisa haría de la pequeña isla siracusana su dominio. Ahora se entiende la razón de que Aretusa huyera de Alfeo y por qué lo hizo precisamente a Ortigia.

¿Cuánto de la decisión de la ninfa se debía al miedo de perder la membrecía del séquito sagrado de Artemisa, cuánto a su deseo auténtico de permanecer virgen, cuánto a una legítima repulsión hacia Alfeo y cuánto a la atmósfera impositiva de Artemisa?

Quizás sea bueno recordar que las únicas diosas griegas «vírgenes» eran Hera y Afrodita, y que todas tuvieron relaciones prohibidas en abundancia y muchos hijos. ¿De dónde sale, por tanto, que eran vírgenes? De Hera se sabe que anualmente se bañaba en la fuente de Canato para renovar su virginidad; de Afrodita, que hacía otro tanto en el mar de Pafos, con lo cual, en rigor, no había diosas vírgenes.

Hay que decirlo claro: la virginidad no era una virtud social en Grecia, así que difícilmente Aretusa hubiera querido conservar virtuosamente su virginidad. Eso reduce el abanico a solo dos posibilidades: conservar la membrecía del séquito sagrado de Artemisa o rechazar el amor de Alfeo. Eso es lo que, honestamente, podemos inferir. Lo cierto es que, al cabo, Alfeo y Aretusa unen sus aguas para siempre. Luego, silencio: el mito termina y no sabemos nada más de ellos.

Hay en el mito de Alfeo y Aretusa elementos propiamente helénicos: la búsqueda de la belleza, la catábasis, el valor del heroísmo y el viaje odiseico, todos ellos presentes en el poema de S. T. Coleridge. El poeta inglés nunca dice que Khan se lanzara al río Alfeo, pero lo sugiere. Luego de decir que «en medio de este tumulto, ¡Kubla oyó a lo lejos / voces ancestrales profetizando guerra!», afirma que la mansión estaba «donde se oían los ritmos mezclados / de la fuente y de las cuevas». ¿Qué buscaba Kubla Khan? La belleza, simbolizada primero en «la mansión del placer» y luego en la doncella abisinia «cantando al monte Abora», el mismo monte Amara en el que Milton ubicó el paraíso.

Khan también hace su catábasis descendiendo al «mar sin sol», al «océano sin vida» para renacer en la evocación paradisíaca de la doncella abisinia, símbolo de la belleza:

Desearía revivir dentro de mí

su sinfonía y su canto,

y a tan profundo placer me sometería,

que, con música fuerte y prolongada,

construiría esa mansión en el aire,

¡ese domo lleno de sol!, ¡esas cuevas de hielo!

Khan es un héroe órfico porque sacrifica su vida, en un viaje órfico, por amor a la belleza. El suyo no es un heroísmo épico: Khan perece simbólicamente en su viaje:

¡Sus ojos centelleantes, su pelo flotando!

Tejed un círculo alrededor de él tres veces,

y cerrad los ojos con santo temor,

Kubla Khan también hace un viaje odiseico de regreso a casa, pero esa casa es el paraíso… la muerte, siquiera simbólica, como hogar de la belleza.

El viaje de Alfeo es similar al de Khan; de allí que este transite por las aguas de aquel. Lo que interesa, no obstante, del viaje de Alfeo es otra cosa: el paralelismo metafórico con el viaje órfico del poeta. No todos los poetas hacen una catábasis para alcanzar la belleza. Alfeo renuncia a su caudal de río para fundirse en la fuente de Aretusa: vive una auténtica metamorfosis ontológica; deja de ser lo que era, por amor, para fundirse en la belleza de la amada. Quien se asome a las barandas de la fuente de Aretusa, en Ortigia, no verá un río.

Cuando el poeta inicia un viaje órfico, sabe que será otro al cabo del mismo. Nadie queda incólume tras la catábasis; y esta solo tiene un sentido: fundirse con la belleza anhelada. La escritura poética, en este particular, podría ser el viaje de Alfeo bajo las entrañas telúricas del mar Jónico, un viaje por el «mar sin luz», entre cavernas de hielo y con el sueño de que estas sean coronadas por el sol, ese mismo que Novalis intuyó en sus Himnos a la noche, el sol de la noche.

Son estos los poetas órficos modernos. Uno sabe que está ante una poesía diferente en el instante en que sospecha que los versos de cierto poeta han nacido en aquellas entrañas telúricas, que han surgido del anhelo por resarcir la luz ofendida y negada, que aspiran al ascenso heroico hasta fundirse con la belleza ansiada. En su lectura no hay posibilidad de resistirse al arrebato: el lector es devenido en levedad y alzado a la luz solitaria del poeta, tan sola que siente el vértigo de su ser y del mundo contenido en ella… esperando hacerse palabra innumerable.

Por aquellas entrañas subterráneas no hay modo de viajar en rebaño. La belleza nunca se le revela a la manada: es un ejercicio de individuación, como sugería en Sobre la poesía elocuente un poeta órfico venezolano del s. XX, José Antonio Ramos Sucre, y alcanza al lector en soledad, aunque otros la esperen junto a aquel. La misma belleza es siempre inédita… para cada uno.

El viaje de Alfeo es la metamorfosis ontológica por virtud de la belleza… y el amor a ella. En cada poema, el poeta muere y es otro al cabo del mismo… Solo su ausencia puede hacer posible el poema. Nadie sobrevive al poema consumado sino bajo la forma de otro. Y en cada otro renovado se está más cerca del monte Abora y del canto de la doncella abisinia… o de la fuente de Aretusa. ¡Dichoso aquel que pueda estar cerca de uno y otra a un mismo tiempo!


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