Hans Kelsen

Saint-Simon estableció una dicotomía para entender la historia de la humanidad: épocas orgánicas y épocas críticas, las primeras caracterizadas por el consenso de valores, el orden social, jurídico y político estable, en fin, la fortaleza institucional; las épocas críticas se caracterizarían por el conflicto de valores, el desorden establecido, el quiebre institucional y la angustia existencial de hacia dónde vamos, la ausencia de rumbo coherente en la vida de los pueblos. Cualquier lector de estas líneas apostará por calificar nuestra época como una época crítica. No se equivoca, pues independientemente de la latitud donde nos situemos, una sensación de pisar tierra movediza, el no tener claro adónde vamos y cómo vamos, la pesadilla de no saber qué les depara a nuestros hijos y nietos, pesan cotidiana y duramente sobre todos nosotros, por más equilibrada y ordenada que intentemos llevar nuestra vida. No es la primera vez ni será la última en que esta sensación se manifieste. El derrumbe de un mundo encuentra siempre las mentes lúcidas que captan su sino trágico. Me viene a la mente el maravilloso libro El mundo de ayer de Stefan Zweig, donde el autor retrata con nostalgia el mundo de su entorno, que se deshacía  a pasos agigantados en el transcurrir de su existencia.

Las épocas saintsimonianas vienen a colación para reflexionar, así sea someramente, sobre dos juristas, Hans Kelsen y Carl Schmitt, que experimentaron y reflexionaron en una época intensamente crítica como lo fue el período de entreguerras y sus secuelas, tanto en Europa como más allá. Además, se trata de dos juristas que polemizaron con pasión sobre temas jurídicos de indudables consecuencias políticas, e independientemente de lo longeva de sus vidas , sostener una amarga relación que en estas líneas no quiero analizar, salvo el indicar que Schmitt fue la joya de la corona de los primeros años del nazismo en el poder, y Kelsen, de sangre judía, una víctima propiciatoria que explica el obligatorio abandono de su cátedra universitaria en Alemania y el exilio, que lo llevaría a pasar su última etapa vital en Estados Unidos.

Kelsen por sobre todo lleva el normativismo a sus últimas consecuencias, la teoría pura del derecho,  un intento racional, formalista, de despojar al derecho de consideraciones que pertenecen sea a la sociología, sea a la filosofía política, en suma el propósito de construir un orden rigurosamente lógico y coherente, que hemos simplificado en el concepto de la pirámide kelseniana y la radical distinción entre el mundo del ser y el deber ser. No es mi propósito destacar la relevancia del indudable aporte del autor a la teoría del derecho, sino el encaje ordenado y coherente con un concepto central de la democracia liberal de nuestra época, el Estado de Derecho, armonizado por lo demás con otro concepto central de la teoría democrática de nuestros días, el pluralismo político, un valor superior que recoge expresamente nuestra Constitución.  En suma, y me excusan mis lectores la simplificación, Kelsen vivió en una época crítica, pero su monumental obra está dirigida a construir, o si se quiere reconstruir una época orgánica.

A diferencia de Kelsen, la obra de Schmitt se impone como meta la destrucción del Estado liberal, sus principios e instituciones fundamentales, y a partir de alli, comprender y además justificar un orden alternativo radicalmente distinto, que me llevan a calificarlo como el jurista por excelencia de nuestra actual época crítica. No voy a entrar en un juicio moral sobre el personaje, pues de mi parte es absolutamente negativo (basta un botón: su antisemitismo grotesco e insolente lo llevó a solicitar en pleno auge del nazismo,  el expurgar y por supuesto hacer desaparecer  de las bibliotecas públicas, incluidas las universitarias, las obras escritas por autores de sangre judía, lo que constituía una afrenta  al genio intelectual germánico, dado el aporte que aquellos significaron para la grandeza de su patria, sea de nacimiento, sea de adopción). En suma, su obra sobrevive a  su más que discutido talante moral, en la medida en que nos sirve para analizar y comprender las transformaciones políticas y jurídicas que actualmente sufren, más para mal que para bien, las actuales democracias de signo liberal. Ideas y conceptos como el poder constituyente en su formulación radical y moderna, la asamblea constituyente originaria, la dictadura revolucionaria y la dictadura comisoria, el decisionismo político, la dialéctica amigo-enemigo como definición de lo político, la crítica al parlamentarismo, la idea de legitimidad confrontada a la de legalidad,  el soberano como decisor de los estados de excepción, la subordinación de los derechos humanos a los intereses fundamentales del Estado, la democracia plebiscitaria, la legislación motorizada, entre otros, constituyen un acervo rico de categorías explicativas del presente, sobre todo del  desafiante presente  de los contestatarios de la democracia liberal, provengan de la  izquierda o provengan de la derecha.

Nuestros juristas, con las excepciones del caso, tienen a Kelsen y sus epígonos como su referente fundamental, a costa de desechar  las categorías schmittianas, tan útiles para el análisis de esta época particularmente crítica. La consecuencia es estrellarse frente a la cruda realidad, donde el  derecho se somete al poder, dificultando al jurista la necesaria claridad para entenderla, explicarla e intentar cambiarla. Por el contrario, los politólogos, en tanto estudiosos del poder político, han afrontado con más éxito las duras realidades de nuestra época, así como el papel secundario del derecho al servicio del poder. Por ello, no tengo dudas en afirmarlo, experimentamos la hora de los politólogos, no la hora de los juristas; y así como orgullosamente en la época medieval  los escolásticos subordinaban la filosofía a la teología, en nuestra turbia época al derecho y sus juristas no les ha quedado otra opción que subordinarse a la politología y los politólogos, los privilegiados estudiosos del poder político.

 

 


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