Kalinina Ortega

Como le leí en un tuit a Elizabeth Fuentes, la verdadera universidad no es la de la sede que le quitaron a El Nacional. La verdadera escuela formadora de comunicadores es la que representa El Nacional como tal, porque por aquí han pasado los mejores periodistas de Venezuela, estén donde estén. De eso no me cabe la menor duda. Y Kalinina Ortega fue una de ellos. Este fue el medio más influyente del país por mucho tiempo. Y aún con las limitaciones impuestas por el régimen chavo-madurista, y sin salir en papel, conserva mucho de su influencia.

El Nacional fue escuela para noveles periodistas, porque ahí estaban sus mejores mentores. El diario siempre tuvo una presentación innovadora, con diagramadores y diseñadores de primera, artistas renombrados entre ellos. Los mejores fotorreporteros pasaron por este periódico: el “Gordo” Pérez, José Sardá, Ennio Perdomo, Clemente Scotto, para mencionar algunos.

De la época de la dictadura perezjimenista sobresalen nombres como los de Héctor Mujica, Eleazar Díaz Rangel y Fabricio Ojeda; u otros que continuaron todavía en la experiencia democrática que vino después, como Arístides Bastidas y José “Chepino” Gerbasi. Ya arraigada la democracia, hubo una proliferación de estrellas, con César Messori, Germán Carías, Ezequiel Díaz Silva, Lorenzo Batallán, Miyó Vestrini, Euro Fuenmayor, Mariahé Pabón.

Quien haya oído hablar de todos ellos los relacionará con la política, la economía, los sucesos, la cultura, el medio ambiente. También hubo estrellas en el periodismo deportivo, como Jesús Cova, Heberto Castro Pimentel o Rubén Mijares. En el periodismo de farándula, Abelardo Raidi, Aquilino José Mata y Edith Guzmán. En sociales, Pedro J. Díaz, y de las nuevas generaciones, Roland Carreño.

Cuando empecé a reportear en El Nacional, a mediados de los 70, tenía apenas 23 años de edad. José Moradell era el jefe de redacción, bajo la dirección de Oscar Palacios Herrera, quien sucedió a Arturo Uslar Pietri. Después tuve como directores a Ramón J. Velásquez y a José Ramón Medina.

La redacción de entonces era un hervidero intelectual, influenciado, sin duda, porque Miguel Otero Silva era el fundador y uno de los dueños del periódico (Clara Rosa, su hermana, era la otra propietaria). Muchas tardes, mientras los reporteros acumulábamos cuartillas escritas en máquinas “manuales”, paseaban detrás de nosotros como si El Nacional fuera su casa don Felipe Massiani o el poeta Fernando Paz Castillo. En plena producción de noticias, en una época en la que el periódico empezaba a cerrar a las 7:00 pm, se celebraba en la redacción la presencia de Alejandro Carpentier, de Nicolás Guillén o los 50 años de Alfredo Sadel.

A Ramón J. Velásquez le encantaba acercarse a la redacción a compartir con los reporteros, especialmente con los redactores de política. Allí se sentaba encima del escritorio de Olmedo Lugo a departir con Leopoldo Linares y el “gordo” Messori, y se aproximaban otros, como Rosana Ordóñez, José Emilio Castellanos y Rosita Caldera.

Era un ambiente inolvidable. Muy parecido al de la serie estadounidense The Newsroom, con todas las presiones internas y externas que sufren los medios y los periodistas. El aditivo latinoamericano lo ponía Oscar Guaramato, con una “caleta” de whisky que tenía siempre en una gaveta de su escritorio.

A los periodistas más jóvenes, como Javier Conde, Bernardo Fisher o Eduardo Delpretti, nos costaba mucho competir en medio de ese firmamento de estrellas. Cada 30 días se premiaba al reportero y al fotógrafo más destacados del mes. Los nombres aparecían en una pizarra y se abrían unas botellas de whisky colocadas en una suerte de mostrador entre la telefonista y el primer escritorio de los reporteros (donde casi siempre estaba yo).

En septiembre de 1979, me enviaron a La Habana a cubrir la VI Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de los Países No Alineados, un encuentro en el que se confrontaron dos bloques de países, uno encabezado por el presidente anfitrión, Fidel Castro, y otro por el líder yugoslavo, Josip Broz Tito. El cubano quería usar el evento para proponer «una alianza natural» entre el movimiento y el Bloque del Este, lo que provocó una fuerte resistencia de un grupo grande, con Yugoslavia al frente. Venezuela asistió a la conferencia como país observador, representada por su canciller, José Alberto Zambrano Velasco. Otros latinoamericanos y del Caribe que también estuvieron, pero como miembros plenos, fueron Belice, Chile, Jamaica, Nicaragua, Panamá, Perú, Guyana y Trinidad-Tobago.

Los periodistas buscaban afanosamente entrevistar a los líderes mundiales que se encontraban allí. Yasser Arafat era uno muy solicitado. Los anfitriones cubanos ofrecían comunicadores locales a grupos de reporteros para que actuaran como facilitadores de información y contactos (quizás algunos eran del G2). En los primeros días del evento, yo era el único reportero venezolano, y me tocó juntarme a un equipo colombiano de jóvenes periodistas de televisión para recibir la asistencia cubana. El jefe del equipo era Andrés Pastrana, quien años después sería presidente de Colombia. “Yo soy amigo de Abelardo Raidi,” me dijo apenas lo conocí.

A los periodistas nos tocaba reseñar lo que ocurría en las reuniones, abiertas y cerradas, de los jefes de Estado, además de entrevistas y ruedas de prensa que concedían los mandatarios. Forbes Burnham, primer ministro de Guyana, dio una rueda de prensa y lanzó unas declaraciones muy fuertes contra Venezuela relacionadas con la reclamación territorial del Esequibo. Transmití la información inmediatamente. Y como también ofrecí un muy buen contexto del desarrollo de la cumbre (Manuel Pérez Guerrero era uno de mis dateros, junto con Demetrio Boersner), pensé que al llegar a Caracas tenía la posibilidad de ganarme el premio mensual del periódico.

Desafortunadamente para mí, pero afortunadamente para el mundo, por esos mismos días se supo que el médico y científico venezolano, Jacinto Convit estaba muy adelantado en un modelo para desarrollar la vacuna contra la lepra. Kalinina fue quien dio la noticia. Y me robó el premio.

@LaresFermin


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