“Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”, es una de las frases divulgada por Benito Mussolini, pero cuyo autor fue Giovanni Gentile, de la escuela de los hegelianos italianos. Fidel Castro le dio la vuelta a esta regla fascista para proclamar: “Dentro de la revolución todo; contra la revolución nada”. Es decir, al “amigo” le corresponde todo; quien se opone a la revolución, carece de derechos.

En la consolidación del Estado totalitario es esencial la persecución de los enemigos políticos a través de la judicatura. En la Italia fascista, el profesor Alfredo Rocco, ministro de Justicia en el año 1925, fue el cerebro jurídico responsable de la legislación autoritaria que fulminó las libertades entre 1925 y 1928. Mussolini sometió al Poder Judicial, al punto de llegar a dictar decisiones judiciales desde una ventana de la plaza Venecia cuando arengaba a sus “camisas negras”. En este escenario, podía decretar la detención de sus contrincantes políticos, lo que bastaba para que un juez servil plasmara en sentencia esa caprichosa decisión del dictador. Todo esto aparece reseñado en Il Diritto del Duce. Giustizia e repressione nell’Italia fascista, editado por Luigi Laccè (Roma, Donzelli Editore, 2015); ello nos introduce en la materia de la justicia y su relación con la represión y el aniquilamiento del opositor con la ayuda vigorosa del Poder Judicial.

Alfredo Rocco sostuvo la tesis de que el régimen político debía apoyarse en la justicia y que el fascismo requería el fortalecimiento del Estado. Por esta razón, se basó en el binomio Derecho Penal/represión. Para el logro de estos objetivos era determinante la figura del verdugo judicial; de allí la necesidad de someter al Poder Judicial y designar jueces, no por sus méritos intelectuales sino por su lealtad al fascismo. El Estado espiaba a sus jueces para conocer sus debilidades, pues se designaba abogados susceptibles de ser chantajeados.

Durante el nazismo, Hitler se convirtió en fuente del derecho y por eso decidía el destino jurídico de los alemanes. En este sentido, Carl Schmitt, que le sirvió de fuente doctrinaria a su sistema jurídico, llegó a decir: “El Führer protege el derecho de su peor abuso cuando, en el instante de peligro y por obra de su liderazgo, como supremo señor de los tribunales crea derecho de modo inmediato”. Este sistema se consolidó por medio de la figura del juez servil, que atendía los mandatos del dictador sin vacilar.

El pensador alemán Carl Schmitt fue el creador de la disyuntiva amigo-enemigo como eje central del juego político. Schmitt puso su brillo intelectual al servicio del nazismo y, en parte de su vasta y variada obra, pretendió dar fundamento teórico a este régimen totalitario. Dentro de sus obras, destaca El concepto de lo político, en el cual desarrolla su noción del enemigo en la política (o lo político, como lo llama). De esta manera, quien no es amigo es enemigo; a este último hay que reducirlo y liquidarlo porque así lo exige la necesidad de la política. Y estas categorías schmittianas, diseñadas inicialmente para darle base teórica al nazismo, las aplican los estalinistas y los castristas. Según esta doctrina, al enemigo político hay que liquidarlo, y para ello el juez servil es el mejor instrumento. En los sistemas totalitarios que se inspiran en este dilema schmittiano, es necesario montar una plataforma que permita crear una aparente formalidad para apuntalar la represión y la violación de los derechos humanos.

La criminalización, tortura, represión y judicialización son monedas de cuenta en la estructura del sistema judicial del totalitarismo. Es lo que ha sucedido también en Cuba, donde al enemigo político se le enjuicia y se le condena para inhabilitarlo como contrincante. El fusilamiento no queda descartado, como ocurrió con el general Arnaldo Ochoa, quien fue “enjuiciado”, condenado y fusilado. Esta metodología produce un menjurje de leyes destinadas a someter al opositor -al “enemigo”- para exterminarlo. Solo lo que está dentro de la revolución merece reconocimiento y protección.

La destrucción del enemigo forma parte del ADN del marxismo-leninismo, como se evidencia de estas palabras de Vladimir Ilich Lenin: “la dictadura del proletariado es imprescindible, y la victoria sobre la burguesía es imposible sin una guerra prolongada, tenaz, desesperada, a muerte; una guerra que requiere serenidad, disciplina, firmeza, inflexibilidad y voluntad única” (La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo). Es decir, a la burguesía hay que destruirla de manera cruel por medio de una guerra prolongada. Si se presenta un obstáculo, Lenin presenta otro truco que plasmó en su ensayo, Un paso adelante, dos pasos atrás. En dicha obra expone la necesidad que tienen los revolucionarios de dar marcha atrás en algunos casos -excepcionales- porque retroceder “Es algo que sucede en la vida de los individuos, en la historia de las naciones y en el desarrollo de los partidos”. Esto lo dice para explicar que el proceso revolucionario puede sufrir reveses y fracasos que hay que saber enfrentar con paciencia y astucia.

Al encontrar algún tropiezo en el camino, la táctica leninista sugiere una ligera variación de dirección para, de esa manera, ir consolidando la revolución. A veces se impone un cambio de velocidad para sortear los obstáculos que el camino presenta a la revolución. El retroceso es siempre para consolidar posiciones; si pierde una, recupera otra. Para ello es necesario encontrar una estratagema para ganar tiempo y engañar al adversario.

Los métodos de los totalitarismos tienen en común la obsesión por la aniquilación del “enemigo”, para lo cual el Poder Judicial es un instrumento muy útil. Por eso, en los procesos de recuperación de la libertad, se requiere el rescate de la judicatura como tarea fundamenta


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