El nuevo macartismo de Hollywood ha querido cobrarse una víctima, no cualquiera de una franquicia pirata, sino el clásico del cine americano por excelencia.

Un filme que sobrevivió a las presiones inquisidoras de las ligas de la decencia y del código Hays, volviendo triunfante, una y otra vez, como su icónica protagonista, todo un símbolo de un país que renació de los lodos de la secesión y de las tempestades de la depresión, pues no olvidemos que se trata de la mejor representante de la producción del new deal, tras el crack de la bolsa de 1929.

Hoy cuando se habla de recesión, a causa de los estragos del covid-19, regresamos a una polémica iniciada en el año 1939 y que ahora reflota por el caso de brutalidad policial contra George Floyd.

Fue un chavista de closet como John Ridley el que encendió la antorcha del repudio ante el supuesto legado de estereotipos racistas de una película ubicada en el contexto sureño de la confederación.

El último Torquemada del largometraje exigió su salida de la programación de HBO, por el contenido anticuado del guion, a los ojos del espectador sensible del milenio.

La compañía de televisión, en vez de someter el tema a la libre discusión, tomó una decisión paternalista y autoritaria, como de Conatel,  al retirar el trabajo audiovisual de la parrilla del canal con la promesa de restablecerlo con una advertencia, el típico “disclaimer” que emplean en Venezuela, desde los tiempos de la Ley Resorte, cuando el Estado forajido exige el cumplimiento y el acatamiento de una aburrida cadena de Nicolás Maduro.

En el pasado, Disney cedió al chantaje de la corrección política, colocando por igual carteles explicativos antes de la transmisión de sus cortos de propaganda de la Segunda Guerra Mundial o de sus caricaturas de la cultura de “color”, cuyo trazo grueso también diseñaba visiones infantilizadas del costumbrismo “white trash” y “red neck”, sin despertar mayores recelos y resentimientos.

HBO respondió a un artículo publicado por John Ridley en Los Ángeles Times, así como la red oficial de medios bolivarianos emprende cacerías de brujas, por recomendación de Mario Silva y otros funcionarios ofendidos hipócritamente por el influjo de propuestas disidentes.

De tal modo los esbirros del régimen condenaron la difusión de Secuestro Express y vetaron el estreno de Infección, bajo el mandato prohibicionista de Roque Valero sobre el CNAC, un ente convertido en un brazo armado de la represión intelectual del país.

John Ridley escribió el guion de 12 años de esclavitud, una cinta que se ceba en la explotación de la porno tortura de hombres y mujeres negras.

Al personaje de Lupita Nyong’o la someten a una humillante violación, en una escena que se quiere de denuncia por la exposición del calvario, pero que complace el morbo del supremacismo blanco, a un grado de similitud con la imagen fascista de Derek Chauvin en el momento de ser el verdugo de un detenido indefenso.

Ciertamente, 12 años de esclavitud es una pieza más controversial, y de doble moral, que Lo que el viento se llevó en su forma de exponer la miseria y el martirio de una minoría. Pero nadie, en su sano juicio, va a escribir un artículo como John Ridlye, pidiendo el ocultamiento de 12 años de esclavitud.

En días recientes, animado por el debate, revise la obra maestra de Víctor Fleming, intentando buscar sentido en la fuente original.

Encontré, a diferencia de lo que se piensa, una película premonitoria del fin de una civilización racista, que tras la apariencia de un refinado decadentismo, esconde ideas y conceptos que trascendieron a su época, como la inevitable integración de las razas, el empoderamiento de la mujer, el fracaso del etnocentrismo sureño y el surgimiento de valores modernos en favor de la igualdad de derechos.

Lo que el viento se llevó es un filme al límite de la vanguardia, que contiene el primer doble final de la historia del cine clásico.

La película concluye, al principio, en el paisaje distópico y desolado de una tierra arrasada. Ahí la protagonista promete retornar como un ave fénix. Después, en el segundo tramo dramático, el arte de la realización permite entender la continuidad cronológica de la trama, como una proyección de las aspiraciones y de las pesadillas de una mujer bipolar. ¿Es cierto lo que vemos desde el intermedio o es producto de la imaginación de una mujer alucinada? Aquí radica parte de la rabiosa modernidad de Lo que el viento se llevó.

En efecto, Scarlett O’Hara jura, ante Dios, que nunca pasará hambre, luego de atestiguar el infierno de su plantación y el hundimiento de su sociedad aristocrática.

Su compromiso es el que, salvando las distancias, hacen muchas madres del presente para sostener a sus familias, a pesar del colapso de la nación y la globalización.

Lo que el viento se llevó expresa una metáfora del sacrificio individual frente a los conflictos bélicos y polarizantes.

Objetivamente, asume el punto de vista de los protagonistas sureños de la novela, dejando a los esclavos en un discreto segundo plano de sumisión y condescendencia. Un enfoque pasado de moda, a la hora actual, aunque representativo de su momento histórico. Para los ofendidos por el asunto tengo una opinión disonante.

El oscarizado secundario de Hattie McDanield constituye el primer eslabón en el proceso de dignificación del personaje afroamericano en Hollywood. Ella es literalmente la mamá de Scarlett, la única que pone en cintura a la señorita O’Hara.

Supone la inclusión de una mentora en el relato, la intervención de una figura del superego, que orienta los destinos erráticos de la chica malcriada.

En una lectura arquetipal, Scarlett resume la condición ambivalente de Norteamérica, atrapada por sus orígenes sureños, seducida por la influencia de los vientos del norte y condicionada por la ascendente población afroamericana.

Rhett Buttler, por su lado, anuncia irónicamente el distanciamiento crítico del director Victor Fleming, asentando con palabras y frases lapidarias el subtexto de la narrativa, según la cual el mundo de los algodonales fenece y experimenta el mismo ocaso de los westerns crepusculares.

Él encarna un pragmatismo que antepone los juegos del negocio y el poder, a los intereses de tirios y troyanos. Cada una de sus participaciones desliza un comentario satírico acerca del agonizante escenario de la Atlanta decimonónica, barrida por su endogamia y arrogancia.

En la primera miniserie de la historia del cine, una película de 4 horas de duración, Scarlett aprende una dura lección de humildad.

Los finales felices son un mito de los cuentos de hadas y las burbujas de los parques de atracciones. La realidad es la de una tierra cambiante, que algunas veces se revela como un furioso apocalipsis, como un castigo bíblico, por nuestra tendencia a ignorar al entorno, a no reconocer a los demás, a permanecer aislados en procura de una conquista inútil.

Scarlett somos nosotros ahora, reconciliándonos con el espíritu de Mammy, aceptando que las mujeres merecen contar sus propias historias, apostando por el sueño de la reconstrucción que nos unirá para que el viento del coronavirus, de la cuarentena y la censura no se lleven a nuestra civilización.

Cualquiera sea el caso, aquí seguiremos defendiendo la libertad de creación, en lugar de aupar a los llamados negativos y estériles que pretenden borrar la memoria de Occidente, al costo hasta de olvidar el agudo sarcasmo del filme que desactiva las lecturas mezquinas de los críticos populistas.

Por ejemplo, el detalle del vestuario, que se marca con humor, evolucionado de los colores fértiles del verde esmeralda a la necesidad de fabricar una prenda con una cortina de la casa.

Así es como el clásico de Víctor Fleming se mantiene vigente y humano, refrendando su desenlace de una voluntad indomable e indoblegable por superar los obstáculos de cualquier crisis puntual.

 


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