Cuando me disponía a ensartar las cuentas de este rosario de divagaciones, atentando contra el buen pensar, decir y escribir, ya era noticia vieja el dictamen del tribunal de apelaciones de Barlovento, Cabo Verde, autorizando la extradición a Estados Unidos del empresario colombo madurista Alex Saab; sin embargo, la justicia del archipiélago africano le concede el derecho de patalear ante el tribunal supremo y, en última instancia, de solicitar un amparo al tribunal constitucional. Aunque este sujeto debería ser remitido a La Haya, a objeto de ser procesado en la Corte Penal Internacional por la comisión de un crimen de lesa humanidad —suministro de alimentos descompuestos a una población inerme—, a Venezuela le conviene más un fallo favorable a la requisitoria norteamericana, porque el socio, amigo, compadre o testaferro de Nicolás puede incriminarlo con su canto y precipitar una estocada mortal a su espurio mandato. Llegado a este punto, se me apagó el bombillo. Afortunadamente, el Dr. Google me socorrió con un doodle aconsejando el uso de tapabocas para prevenir el contagio de la covid-19. Mientras observaba las enmascarilladas viñetas del logotipo, las asocié a la ciudadanía embozada con el barbijo de rigor, y a esta con los asaltantes de diligencias de rostros semiocultos tras un pañuelo absurdamente impoluto, vistos en un western spaghetti, o sus patéticos remedos en una fiesta de disfraces, ¡te conozco mascarita! La mascarilla hoy tan de moda será símbolo indiscutible del trágico año XX del siglo XXI, annus horribilis que será bautizado año de la peste amarilla y tenido de marco narrativo de una novela gótica, una película de zombis o un thriller basado en teorías conspirativas; no obstante, la carga simbólica del tapabocas pudiese utilizarse en una campaña contra la censura, las fakes news, la posverdad y la infoxicación roja en general. ¿Cómo? Viajemos al pasado.

El 18 de agosto de 1961, la Caracas del este madrugador se sorprendió al contemplar el tetamen de María Lionza cubierto con un sostén sur mesure. El tráfico se paralizó y las conjeturas acerca del striptease inverso oscilaban entre un sacrílego ataque de la izquierda castrocomunista y el puritanismo de algún funcionario tonto con iniciativa —tesis poco creíble porque los adecos, a la sazón en el poder, siempre fueron dados al bochinche—. El espectáculo no duró mucho. Los bomberos universitarios se presentaron en el lugar y pusieron nuevamente a la vista las broncíneas tetas de la reina de Sorte. Tiempo después se atribuyó a una patota light, encabezada presuntamente por Charles Brewer, la colocación del brassier tamaño baño en la obra del escultor Alejandro Colina, como regalo de despedida a la soltería de uno de  los hermanos del explorador, paracaidista, fotógrafo y futuro ministro de la Juventud —en 1968, Nelson Hippolyte reveló en la revista Feriado de El Nacional pormenores concernientes a los cálculos previos a la confección de la prenda no tan íntima, así como la identidad de la costurera y de los  partícipes en la irreverente performance urbana—. Imitar aquella travesura, colocando no tapabocas sino bozales a las estatuas del manganzón barinés, los retratos oficiales del zarcillo y las reproducciones del Bolívar zambo, con leyendas alegóricas a la plaga roja, podría ser un emocionante ejercicio de agitación y propaganda, capaz de insuflar un segundo y contestatario aliento a la juventud de momento en modo stand by, y animarla a emprender en una cruzada en pro de la unidad necesaria para enfrentar al régimen. Dicha unidad ha comenzado a cuajar con el compromiso suscrito por los partidos democráticos a fin de no participar de la estafa decembrina y no contagiarse con el electovirus transmisor del mal de Chávez. Sobran las razones para avalar esa decisión.

El 23 de diciembre de 1944, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas acordó celebrar el 9 de agosto de cada año el Día Internacional de las Poblaciones Indígenas (resolución 49/214). El 29 de julio de este pandémico 2020, el ilegítimo consejo nacional electoral designado por el también espurio tribunal supremo de justicia, o de suprema jodienda, se adelantó a la conmemoración pautada para hoy domingo y, ¡oh, sorpresa!, eliminó de un plumazo, la elección directa de los diputados indígenas, dejando en manos de delegaciones comunitarias la designación, mediante la digitación y la señal de costumbre (mano alzada), de los tres representantes de las 44 etnias del país —esta modalidad de sufragio inducido y el voto censitario permitieron al oligopolio cívico militar (o viceversa) parir en 2017 la prostituyente unicolor, engendro caduco y en mora desde hace más de un año—. Con esa disposición, el  árbitro impuesto desde la cúpula dictatorial vía Maikel Moreno contraviene lo establecido en el artículo 63 del bodrio constitucional bolivariano —«El sufragio es un derecho. Se ejercerá mediante votaciones libres, universales, directas y secretas. La ley garantizará el principio de la personalización del sufragio y la representación proporcional»—, lo cual nada de extraño tiene: un mes antes se cagó en el espíritu y se limpió el rabo con la letra del 186° —«La Asamblea Nacional estará integrada por diputados y diputadas elegidos o elegidas en cada entidad federal por votación universal, personalizada y secreta con representación proporcional, según una base poblacional del uno coma uno por ciento de la población total del país»— , al incrementar en 66% los escaños del Parlamento forjado en la fragua socialista, pasando de 167 diputados a 277— ¿habrá dieta para tanta gente? Si la población venezolana, de acuerdo con las poco fiables cifras del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), es de 32.778.056 habitantes, uno tiene derecho de preguntar, de allí el subrayado, ¿de dónde carajo sacó ese número la flamante e írrita rectoría del casino electoral? Pregunta que nunca encontrará respuesta, ni siquiera por boca del renunciante Rafael Simón Jiménez, quien procura sacarle provecho a la hiperinflación parlamentaria aprobada por él. Al respecto, Carlos Vecchio tuiteó: «Cuando pensábamos haber visto todo, estamos a punto de ver algo más: un rector del CNE candidato a diputado. Ni Tibisay…».

Jacobo Borges, varado en Nueva York, añorando el Ávila y editando una serie de videos para su Diario en tiempos de cuarentena, concedió una entrevista a este medio, relacionada con su quehacer artístico; en ella se le solicitó su opinión sobre la posición que debería asumirse en estos momentos de incertidumbre, y el maestro respondió: «La única opinión que yo tengo es que la gente, los partidos, las agrupaciones, los movimientos que verdaderamente quieren construir una Venezuela democrática deben unirse. La única solución para tener éxito es unidad total». Tal como Jacobo, otros venezolanos intelectualmente solventes creen en la unidad como prerrequisito para la salida de Maduro. Pero, cabe preguntar, ¿unidad en torno a qué? La incógnita comenzó a despejarse con el mencionado pronunciamiento abstencionista de los partidos democráticos, a partir del cual pareciera haber consenso en la imposibilidad de incurrir en elecciones sin el cese de la usurpación. Y hay más. En un foro virtual —¿Hay o no condiciones electorales para el 6D—, auspiciado por Tal Cual, los panelistas —salvo un vocero de Henri Falcón, es decir, de la mesita y la oposición consentida y tarifada— coincidieron en que «el proceso electoral aupado por el régimen carece de garantías, es violatorio del orden constitucional y no permitirá solventar ninguno de los problemas que padece el país».

Larga es la lista de reparos, objeciones y repudios a la mascarada comicial orquestada a la sombra de la pandemia —«A la sombra del misterio no trabaja sino el crimen», dejó dicho un prócer de cuyo nombre me acuerdo, mas no quiero mencionar porque el chavismo lo volvió pavoso—; no obstante, hay quienes prestan oídos a los cantos de sirenas y se emboban con alegatos falaces del tipo si no participas no debes quejarte ni reclamar, pero deshojar la margarita del voto, no voto, ya no tiene sentido; el hamletiano dilema de ser o dejar de ser un animal político no se dilucidará en las urnas, no esta vez.

Maduro encontró en el azote chino un formidable aliado circunstancial, pero no supo cómo sacarle partido: su ineptitud le delató y quedó reducido al papel de promotor deportivo en sociedad con el conflictivo expelotero Antonio «Potro» Álvarez —«Potro te encargo la salud del pueblo de Venezuela en el Poliedro»—. Definitivamente, Nico, sus asesores y su catajarria de ministros y viceministros han sido desbordados por la crisis sanitaria. La extravagante cuarentena intermitente ha demostrado absoluta inutilidad. Llegó el momento de quitarse las caretas, sacudirse los miedos y alzar la voz: ¡ya basta! Juntos y no revueltos podríamos mandar a Maduro a jugar pelota y bailar salsa en la playa de Varadero o en el patio de Ramo Verde. Del coronavirus se ocuparán entonces quienes sí saben de eso.

 

 


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