¿Se trata acaso de una enfermedad incurable, el hecho cierto de que todos los venezolanos y, de paso, los habitantes vecinos, no pueden aproximarse al poder sin que pierdan el pudor a tomarse para sí los dineros públicos? Pues para nuestra desgracia hoy nos encontramos de nuevo con el viejo problema de los aprendices de políticos que entienden su trabajo como una manera de enriquecerse a la sombra de una organización política.

Esta tragedia no es propia de los latinoamericanos que, como es el caso de los bolivarianos, son capaces de acumular riquezas incalculables en tiempo récord, sino también de los europeos y, ni se diga de los rusos, especialistas en transformar un sistema socialista en una trama suprema que convierte a los veteranos comunistas en airosos capitalistas que controlan desde la distribución y venta de gas hasta, quién lo diría, la venta y control de la exportación de las jóvenes prostitutas recién liberadas de las garras del comunismo.

El cínico comandante de la Revolución cubana Fidel Castro tuvo el atrevimiento de decir en público que las “prostitutas cubanas eran las más educadas del mundo”. Con ello pretendía no solo lustrar y hacer admirar el sistema educativo cubano, sino oficializar la prostitución como una de las actividades que permitían mover la economía cubana.

Valga decir entonces que en la política y en su desarrollo y permanencia todo vale, hasta la comercialización de los cuerpos de hombres y mujeres. Pero si eso funciona en Cuba, ejemplo inservible, no puede ni debe ser la ruta a seguir.

Hoy nos encontramos en una encrucijada ética que es inevitable y que debe conducir nuestros pasos si queremos una nueva Venezuela, limpia y definitiva en su rumbo a ser un país decente. La condición fundamental está claramente establecida: un no rotundo a la corrupción que ha desgraciado a Venezuela. Tenemos un país moralmente enfermo, padecemos de una falta de ética y no creemos en nuestros líderes.

¿Pero qué tan cierto es que nuestros líderes no están haciendo el trabajo correcto? Valdría la pena preguntarnos si somos conscientes de que, por encima de todas las dificultades, están haciendo lo que pueden? Puede alguien preguntarse si las críticas de la oposición no ayudan sustancialmente a comprender y ayudar a que sepamos más de hacia dónde vamos y qué podemos hacer.

Que la discusión se reduzca a que unos pillos se escuden en su condición de diputados para convertirse en malandros de partidos no inhiben ni oscurecen la lucha de Guaidó, ni de María Corina o de Julio Borges. Esos pillos no los representan ni muchos menos a la población que creyó en ellos.

Este escándalo (y bien que lo es) debe y tiene que servir de alerta para que las organizaciones políticas entiendan de una vez por todas que no pueden bajar la guardia ante la corrupción, y que este dañino comportamiento, tan generalizado y común en el chavismo civil y militar, debe ser combatido en todo momento y en todos los niveles de la oposición.

En vez de pelearse cada día como si fueran enemigos a muerte por simples estupideces y mantener incesantes batallas por las redes sociales, bien les valdría ocuparse de pasar la escoba y mantener la casa limpia de prácticas corruptas que en nada benefician la lucha contra la dictadura.


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