Gabriel García Márquez
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Según informa en clave de lamento la edición digital de The New York Times en español, en todo el mundo «se han distribuido 1.840 millones de vacunas para el coronavirus, cantidad equivalente a 24 dosis por cada 100 habitantes». Esta noticia pudo ser pábulo  de mis  desvaríos y elucubraciones de hoy domingo 6 de junio, cuando se cumplen 77 años del desembarco de Normandía (Día D) y se  celebra el Día de la Radiodifusión Venezolana, a fin de contrastar esas cifras  con el número de personas inoculadas  en  tierra de (des)gracia —menos del 1%— y a partir del asimétrico cotejo insistir en la urgencia de instrumentar, no improvisar, un plan masivo, ordenado e incluyente de vacunación contra la covid-19; sería, no obstante, predicar en el desierto, como corre el riesgo de serlo apostar el resto al proceso de negociación del Acuerdo de Salvación Nacional, así sea con la mediación de Olafo, Helga y Chiripa, no en tanto posibilidad, sino en cuanto a impostergable necesidad.

Mención aparte merecen la insólita e inexplicable tregua acordada entre la FANB y los disidentes de la Segunda Marquetalia para garantizar la liberación sanos y salvos de los rehenes en manos de la narcoguerrilla colombiana, así como la cesión territorial implícita en la capitulación bolivariana. Estos actos pusilánimes y hediondos a alta traición, no aclarados en las deplorables declaraciones de Padrino López, concitan demasiadas interrogantes y conjeturas; preguntas y sospechas imposibles de responder o explicar con un mínimo de precisión metódica en este espacio, y mucho menos en las pocas líneas de un introito debido al rústico cálamo de un obrero de la palabra. Delegamos la ardua y exigente tarea en analistas y conocedores de los vericuetos del laberinto cuartelario. Hay otras cuestiones pendientes a la medida de nuestras modestas capacidades.

Continúa sobre el tapete de los asombros la vindicativa toma de las instalaciones de El Nacional; toma maquinada por el bellaco del mazo dando, ideólogo y odiólogo del revanchismo histórico, y judicializada gracias a su conchupancia con una magistratura venal y prevaricadora; sin embargo, detenernos en semejante felonía sería irrespetar al lector, a quien debemos evitarle náuseas y malestares, como los probablemente sentidos por Aldo Giordano, en su adiós a la Nunciatura, cuando Maduro pretendió condecorarle. And last but no least, arde la Troya de la indignación con la secuela del último cumpleaños de Nicolás y la serenata de 60.000 dólares (30.000 salarios mínimos). Despachadas las aclaratorias de rigor, dediquémonos a la libre divagación.

«Tres jueves hay en al año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión», reza un refrán castizo de raigambre católica. Lo escuché por vez primera una primaveral y cálida tarde de Corpus en un tendido de Las Ventas (Madrid), después de la impecable faena de un matador manchego, cuyo nombre no recuerdo. Viene a cuento porque garabateo estas líneas el jueves 3 de junio, cuando, de acuerdo con el calendario litúrgico y en razón de los cálculos del monje, erudito y matemático bizantino Dionisio el Exiguo, se festeja la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Aunque es temprano y el sol brilla aún, se esconde tras las nubes y, al carecer  de memoria meteorológica, no puedo dar fe de la infalibilidad del proverbio; pero, igualmente, porque el cuarto día de la semana nos mueve a ilusionarnos con las perspectivas del weekend en ciernes y distanciarnos un tanto de la abrumadora realidad, aunque después debamos analgatizar nuevamente en ella.

Ya en una ocasión me ocupé someramente de las singularidades del día consagrado a Júpiter en la Roma precristiana, valiéndome de una frase descontextualizada de una formidable crónica de Gabriel García Márquez publicada el 24 de junio de 1948 en su columna “Punto y aparte” del diario El Universal de Cartagena, al comienzo de una de mis descargas: «El jueves no sirve ni para morirse». Hoy me gustaría alegrarles la mañana dominical con más de la singular y desopilante percepción garcíamarquiana de la articulación entre el oblicuo miércoles y el ansiado viernes por el cual muchos (des)vivimos, pues, en cierta medida comparto el parecer del hacedor de Macondo, quien sostenía: «El jueves es un día híbrido. Una torrija del tiempo, sin sabor ni color, sin otra justificación que la de obligarnos a gastar un pedazo de vida que podríamos utilizar en cosas más útiles […] Las horas que malbaratamos un jueves podrían servirnos para hacer más blanda la almohada del domingo. Nos servirían para moler con sosiego, con calmada mansedumbre, los recuerdos que el lunes, en las primeras horas, nos sirven como anillo al dedo». Y fíjense ustedes, amigos lectores, el Nobel de Aracataca murió un Jueves… ¡Santo!, para mayor gloria suya.

Finalizado el tour jupiterino —iba a escribir juevesino, porque no existen adjetivos relativos a los días de la semana a excepción del sábado y el domingo, pero tamaño abuso solo es permisible en la neolengua socialista del siglo XXI—, aterrizamos en el viernes, Veneris dies o día de Venus. El mágico sábado chiquito —Thank God It’s Friday!—, esperado ansiosamente desde el lunes, es en estos pandémicos tiempos ocasión para melancólicos recuerdos de pasadas y hasta pesadas juergas, mas quienes se ocupan de los anales históricos y el trágico destino de los héroes deploraron el asesinato de Antonio José de Sucre, perpetrado el 4 de junio de 1830, annus horribilis donde los haya habido: fue el del fallecimiento del Libertador y el del entierro de la Gran Colombia —¡Oh, balazo!, puso en boca del Gran Mariscal de Ayacucho la licencia peótica, digo poética, de algún fabulador de epopeyas del tres al cuarto o la bien intencionada creatividad del hermano Nectario María en su Historia Elemental de Venezuela—, y quizás la luctuosa efeméride fue aprovechada por los gestores de la caridad y el asistencialismo maduristas, a fin de bautizar con alegórica referencia a la memoria del héroe cumanés un humillante y patriocarnetizado bono de consolación (nada leí o escuché al respecto). Fue también el venusino 4 de junio, día de San Cono de Teggiano, patrono de las loterías, capaz, sostienen devotos apostadores y empedernidos ludópatas, de interpretar sueños ―Freud avant la lettre― y revelar números ganadores. Lo menciono porque pende sobre nuestras cabezas la espada de Damocles de un inevitable nuevo cono monetario, destinado a sepultar en el olvido el epíteto soberano —¿hasta cuándo van a seguir devaluando a Simón Antonio de la Santísima Trinidad con, diría Cantinflas, tanta falta de exceso de imaginación onomástica?—, y reemplazarlo con otro de equivalente tenor: duro, en consonante rima con el zarcillo, poderoso, férreo, vergatario, tal bautizó Chávez a un celular chino de pacotilla, o, ¿por qué no?, «tacamajaca», cual la famosa pócima energética y antidepresiva, buena para conjurar hechizos, mal de ojo y todo tipo de urticarias, invención de Ño Leandro Crespo, curandero de altos vuelos y padre del general aragüeño Joaquín Crespo, dos veces presidente de Venezuela —la «Tacamajaca de Ño Leandro» figura en el Diccionario de Venezolanismos (UCV, Academia Venezolana de la Lengua y Fundación Edmundo e Hilde Schnoegass) como expresión aplicable a personas invencibles y cosas insuperables—.

Ayer, sábado 5 se conmemoró el Día Mundial del Medio Ambiente y a lo mejor, no puedo asegurarlo, Maduro se llenó la boca pontificando acerca de las bondades del ecosocialismo castrochavista y otras pendejadas por el estilo, mientras el país muere de mengua y coronavirus, y sin parar mientes en el carácter tóxico y contaminante de sus anacrónicas ideas. Como estamos en cuarentena me quedo en casa, anclado en un jueves pluvioso y grisáceo, sin el brillo encomiado en la paremia castiza. Por ello, aplaudo el amor-odio al jueves del autor de Cien años de soledad y, a la espera del domingo para seguir descansando del descanso obligatorio, afirmo con sus palabras que es un día entre paréntesis y solo sirve para escribir sobre su inutilidad cuando no es posible desarrollar otro tema de mayor importancia».


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