Foto AP/Matias Delacroix

Nadie se atreve a decirlo con todas sus letras. No es fácil, después de haberlo visto dos años y medio asumiendo la responsabilidad de liderar a un país adormecido y una oposición política que nunca mostró su mejor vocación unitaria, llegar a la triste conclusión de que Juan Guaidó debería quizás dar un paso al costado.

Las oportunidades políticas responden a ciertos factores y condiciones y, consecuentemente, tienen sus límites temporales. El presidente interino tuvo sus momentos protagónicos de peso, con un notable clímax alcanzado durante los primeros meses que siguieron a su sorpresiva incursión política en aquel ya lejano enero de 2019. Contó con el incuestionable apoyo popular que iba en paralelo al decidido respaldo de una comunidad internacional liderada por Washington y Europa que habían desconocido la írrita elección de Nicolás Maduro en mayo de 2018, y que estaba dispuesta a aportar su mayor contribución con miras a la reinstitucionalización democrática de Venezuela.

Todos conocen la historia: el derrotero que se había trazado originalmente para alcanzar el objetivo primario que no era otro que desalojar a Maduro y sus huestes de Miraflores, se fue desdibujando con el pasar de los meses hasta llevarnos a la trampa presente de un nuevo proceso electoral en ciernes y cantado a favor del régimen, no precisamente por los resultados numéricos que de él podrían derivarse, sino por la beligerancia política que tanto necesita para lavar su imagen y así lograr desmontar poco a poco las sanciones económicas que se interponen en el camino hacia la perpetuidad.

El tan promocionado Acuerdo de Salvación Nacional (ASN) es la última carta política que le resta mostrar a Juan Guaidó. Se enmarca en ese desiderátum de la comunidad internacional de hallar una solución pacífica y negociada a la crisis existencial de Venezuela. Es tal vez concebido por el propio líder opositor como el último resquicio de su capacidad de convocatoria hoy día en terapia intensiva. Por cierto, que, al momento de publicarse este escrito, el presidente interino ha convocado a una movilización nacional en la que invita a todos los sectores del país a suscribir (¿simbólicamente?) el acuerdo. Una propuesta que nadie sabe cómo habrá de ser implementada por su carácter vago y enunciativo. Como diría el mismo Guaidó: “El objetivo de los venezolanos es atender la crisis, unificar, denunciar la tragedia, es lograr un cronograma de garantías para todos los sectores (…) incluida la fuerza armada” (¿?).

El detalle es que, como dicen por ahí: “para bailar un tango hacen falta dos”. Por más que Guaidó hable de un acuerdo integral de garantías que tenga de protagonistas a todos los sectores del país, soslayando la realidad de un poder de facto al cual acusa con razón de haber “…transgredido la constitución y los derechos de los venezolanos”, una iniciativa repleta de tantas expectativas implica forzosamente un acercamiento y entendimiento con la contraparte indeseada; eso sí, en el supuesto negado de que tal vía exploratoria tuviese lugar.

Mientras tanto, el régimen seguirá mostrando su rostro más “benevolente” e hipócrita haciendo creer que está dispuesto a un acercamiento y diálogo serios (no negociación), incluso con el auspicio de la comunidad internacional, teniendo al gobierno de Noruega y México, por si acaso, como asociados de primera línea. Guaidó ha insistido en que las condiciones mínimas necesarias para la celebración de elecciones sea el resultado de lo que se resuelva en el marco del ANS, mientras que Nicolás Maduro – siguiéndole la corriente – continuará llevando al país a la trampa de unos comicios regionales que lamentablemente han recibido en días recientes el visto bueno de Estados Unidos, la Unión Europea y Canadá.

El mismo Juan Guaidó, en su desespero por ofrecer una imagen coherente y de fortaleza ante el país, ha señalado que la participación en unas elecciones regionales es objeto de continua evaluación de parte de la alternativa democrática, y que se reunirá con una misión técnica de la Unión Europea que visitará Venezuela esta semana, para explorar con las autoridades del Consejo Nacional Electoral chavista todo lo relacionado a las condiciones y requisitos “mínimos” para el envío de una misión de observación internacional.

Con los que debería “negociar” Juan Guaidó, en una primera instancia y de manera contundente, es con los gobiernos de Canadá, Estados unidos y de la Unión Europea, para evitar que unas condiciones mínimas acordadas –seguramente tras bastidores– entre esta última y el régimen de Maduro otorgue luz verde al evento electoral del 21 de noviembre. Abortar los comicios regionales, o al menos evitar que cuenten con el aval de la comunidad internacional, es tarea prioritaria para Guaidó. De lo contrario, el Acuerdo de Salvación Nacional y su interinato herido de muerte ya no tendrían razón de ser.

Juan Guaidó bien pudiera crear una crisis necesaria renunciando a su cada vez más cuestionado liderazgo. Una movida que, con todos los riesgos y pocas garantías que implica, al menos remueva el tablero político nacional, propiciando el reacomodo que deba tener lugar, y que obligue a la comunidad internacional a cerrar filas verdaderamente con la causa democrática, sin concesiones inconvenientes al régimen como las que se asoman peligrosamente a la vuelta de la esquina. Una especie de mea culpa, pues, en reconocimiento a su fracaso –que no es sólo de él sino de todo un país que no supo responder– de llevar a feliz término los objetivos originalmente trazados. Un acto de contrición que tal vez ya no haga falta si nos atenemos a la implacable fuerza de los hechos.

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